Literatura, otredad e identidad en el mundo antiguo: nociones sobre la construcción de un Otro en la Hélade
Roberto R.-Rodríguez*
La construcción de la alteridad es un fenómeno común a todas las sociedades, mediante el cual es delimitado un ‘otro’ diferente del ‘nosotros’ que enuncia. En el proceso de delimitación de la alteridad, las identidades son cimentadas, por lo que se puede observar un doble movimiento de construcción de la identidad: la identificación por la igualdad se ve reflejada en el contraste con la diferencia. De esta manera, los grupos humanos logran, mediante la delimitación del ‘otro’, dar forma a un nosotros.
Para el caso de la Hélade, abordaremos las formas de representación de la alteridad persa en el imaginario griego, analizando la retórica que se introdujo desde las Guerras Pérsicas hasta la conquista de Alejandro Magno del imperio Aqueménida, a través de fuentes literarias.
Palabras clave: FILOSOFIA - HELADE - ALTERIDAD
* Profesor en Historia. Prof. Adjunto Cátedra Antropología Sociocultural Unidad Académica San Julián-Universidad Nacional de la Patagonia Austral (UNPA-UASJ); Miembro Adherente del Centro de Estudios de Egipto y del Mediterráneo Oriental
(CEEMO)-Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: rrodriguezar@yahoo.es
The construction of the otherness is a common phenomenon to all the societies, by means of which a different ‘other’ is delimited to the ‘we’ who enunciates. In the process of delimiting the otherness, the identities are established, for what it is possible to observe a double movement of construction of the identity: the identification for the equality is reflected by contrasting the difference. Thus, the human groups manage, by delimiting ‘the other’, to give form to “we”.
In the case of Hellas, the forms of representing the otherness in the Greek Persian imagery will be discussed, analyzing the rhetoric that was introduced from the Persian Wars to the conquest of Alexander the Great of the Achaemenid empire, through literary sources.
Key words: PHILOSOPHY - HELADE - ALTERITY
Recibido: 18 agosto de 2014
Aceptado: 16 setiembre de 2014.
El abordaje del estudio de la alteridad tiene un carácter interdisciplinario y se asienta sobre la pregunta básica ¿quién es el otro? Las respuestas y las miradas son heterogéneas.
La construcción de la alteridad es un fenómeno común a todas las sociedades, mediante el cual es delimitado un ‘otro’ diferente al ‘nosotros’ que enuncia. En el proceso de delimitación de la alteridad, las identidades son cimentadas, por lo que se puede observar un doble movimiento de construcción de la alteridad y de la mismidad al unísono: la identificación por la igualdad se ve reflejada en el contraste con la diferencia. De esta manera, los grupos humanos logran mediante la delimitación del ‘otro’ dar forma a un nosotros.
Bien se ha señalado que es posible realizar un análisis histórico del tratamiento de la alteridad:
...La historiografía presenta a lo largo de su historia marcas profundas de rechazo al Otro. Es posible, entonces, recrear una historiografía de la otredad. (...) En el plano de los estudios históricos es frecuente el uso de conceptos asimétricos y desiguales. Esta polaridad se expresa en pares conceptuales como nómada/ sedentario, rural/ urbano, heleno/ bárbaro, cristiano/ pagano, hombre/ no-hombre...
Para el caso de la Hélade, abordaremos las formas de representación de la alteridad persa en el imaginario griego, analizando la retórica que se introdujo desde las Guerras Pérsicas hasta la conquista de Alejandro Magno del imperio Aqueménida, a través de fuentes literarias.
Principalmente nos centraremos en el análisis de la representación de la alteridad persa a través de la figura del Gran Rey, es decir, mediante un estudio de cómo los griegos construyeron la imagen de un gobernante, el del imperio más grande de todos los existentes hasta entonces, mediante los conocimientos derivados de la alteridad conocida, datos sobre un poderoso vecino de frontera al que los griegos frecuentaron asiduamente: el Asia Menor[1], con datos sobre una alteridad imaginada, plasmados no sólo en la filosofía o la literatura, sino también en unos géneros como la tragedia, la comedia o la novela, en los que se atribuían a los reyes Aqueménidas actitudes vulgares y los vicios más detestables.
Pero debemos tener algunas excepciones como el Ciro ideal de la “Ciropedia” de Jenofonte, pero excepciones que, al fin y al cabo, confirmaban también la regla consistente en representarse a un rey débil, víctima del ocio y del lujo y amenazado siempre por las conjuras del harén.
No podemos ignorar que actualmente Oriente continúa siendo todavía para Occidente un mundo exótico, dominado por la violencia y la crueldad desatada, antonomasia interesada en cuya realidad está la responsabilidad del mundo clásico. Como ha enfatizado Edward Said y otros, surgió un discurso sobre el mundo oriental que ha contribuido decisivamente al alejamiento e incomprensión entre un Oriente supuestamente bárbaro y un Occidente civilizado que, en buena medida, todavía perdura en nuestros días y, lo que es peor, se actualiza interesadamente en cada presente y a conveniencia.
Se pretende analizar algunas fuentes en alusión a la representación de la figura del Gran Rey, centrándonos en aquellos gobernantes aqueménidas de cierto momento histórico y en sus relaciones con las póleis griegas o el emergente poder macedónico.
Trataremos de comprender cada representación de la alteridad persa y responder, en la medida de lo posible, al móvil o razón que pudo privilegiar el resaltar unos determinados rasgos sobre otros en los retratos de cada Gran Rey. Si bien el objetivo es analizar las fuentes clásicas, no por ello hemos dejado de lado las fuentes del Cercano Oriente que también hacen referencias a los Aqueménidas como “las Inscripciones Reales Aqueménidas”, las tablillas y los espléndidos relieves de Persépolis, el cilindro babilónico de Ciro el Grande, la Biblia (los libros de Isaías, de Ezequiel, de Daniel, de Nehemías, de Esdras, de Ester, que nos proporcionan información sobre el dominio persa de Judea) o el Avesta, libro sagrado de la religión de Zaratustra. Éstas nos ayudarán para contrastar qué había de verdad o no en un retrato sobre el Gran Rey. El propósito es poner de manifiesto cómo la representación de la alteridad persa en el imaginario griego fue una mezcla de realidad y de ficción.
Distintas sociedades (sean urbanas o seminómadas) tendían a observarse siempre dominados por una mezcla de curiosidad y de recelo, de inquietud y de cautela. En el caso griego, la mirada sobre los extranjeros, los despectivamente llamados “bárbaros”, la alteridad mezcló todas las resistencias y prejuicios impregnados sin excepción de una conciencia de superioridad que permitió a los intelectuales griegos a sentirse llenos de razón para representarse a sus vecinos como un mundo diferente en el que sus propios defectos, sus temores y sus vicios se convertían en virtudes que definían la vida de sociedades “bárbaras” dominadas por la violencia, la crueldad, y las costumbres más aberrantes.
La identidad se construye siempre dialécticamente frente a la alteridad. Sin embargo, dicho proceso constructivo y formativo pocas veces es reconocido como tal, especialmente cuando hablamos de identidades nacionales o, en el caso griego en particular y siguiendo a Hall, de “etnoidentidades”.
Culturalmente, una sociedad forja su identidad diferenciándose respecto a los otros, por oposición, negando o minimizando cualquier posible préstamo, y los helenos no fueron la excepción. Es cierto que en los relatos mitológicos aparecen importaciones de Oriente, especialmente de Egipto, pero rápidamente se sintió la necesidad de helenizarlo o de marginarlo en esa acepción instructiva del mito como fábula, como historia ilustradora de lo que se pretendía explicar[2].
La construcción de la alteridad va pareja a la construcción de la etnoidentidad, concepto mucho más difícil especialmente cuando nos enfrentamos al estudio del mundo antiguo, ya que todavía se discute sobre si realmente los griegos tuvieron o no la conciencia de pertenecer a una misma comunidad, o si prevalecieron, por encima de todas las cosas, los particularismos de las póleis, el definirse como “jonio” o como “dorio”.
Un hecho relevante es que nunca se forjó una unificación político-nacional de la Hélade. La autonomía de la polis fue siempre un bien demasiado preciado y sólo fue sacrificada, parcialmente, en un momento crítico para casi la totalidad de las ciudades-estado: durante las Guerras Pérsicas. Es indudable que, en el 481 a.C., o quizás con la Liga de Corinto en el 338 a.C. y bajo los auspicios imperativos de Filipo de Macedonia, fue cuando se estuvo más cerca de esa unidad. Sin embargo, los recelos que caracterizaron a los particularismos impidieron la posibilidad de la misma y, en consecuencia, en la Hélade nunca fue posible lograr una entidad política, aceptada libre y voluntariamente, sentida como suya por todos los griegos. Ni siquiera la amenaza aqueménida venció las objeciones y prejuicios a la unificación política.
Las primeras fuentes que mencionan a los persas son aquellas conformadas por obras de los logógrafos jonios de los siglos VI y V a.C. Fueron los primeros escritores de prosa griega y autores de relatos breves sobre geografía, etnografía e historia de los pueblos que pertenecían al Imperio Aqueménida. Escritores por cierto súbditos del Gran Rey, porque por aquel entonces Jonia formaba parte de la satrapía persa con capital en Sardes. Entre ellos se destacan Hecateo de Mileto, autor de la “Periégesis” en la que relataba las costumbres y el modo de vida de los pueblos del Imperio Persa; Caronte de Lámpsaco, el primer autor que narró las guerras greco-persas, así como Helánico de Mitilene y Dionisio de Mileto, autores los tres de un tipo de escritos titulados “Persiká” (Pérsicas ó Relatos sobre Persia) que podríamos calificar como obras etnogeográficas sobre el imperio Aqueménida[3].
Sobre las fuentes relativas a la representación de hechos históricos relativos al conflicto greco-persa, contamos con las tragedias de Esquilo (525-456 a.C.) en su principal obra “Los Persas”. Este autor representó en escena el desastre de Jerjes durante la Segunda Guerra Pérsica, si bien el capítulo más decisivo de la biografía del poeta fue su participación en la batalla de Maratón (490 a.C.). En esta obra, del 472 a.C., se nos narraba a través de la figura de Jerjes, qué alto precio se pagó por la arrogancia y la obstinación por enviar sus ejércitos contra la Hélade. Esquilo no mencionó a ningún héroe griego vencedor y caído en el conflicto porque la auténtica vencedora fue la comunidad y, por extensión, Grecia, la civilización y la libertad; esto constituyó un tópico en toda la literatura griega de los siglos V y IV a.C. y de buena parte de la historiografía occidental.
Más allá de la representación moral de Esquilo sobre los Grandes Reyes Darío I y Jerjes, la importancia de esta obra es indiscutible porque en ella se fijó en el imaginario la imagen del Gran Rey, y en ella existen informaciones sobre la realeza aqueménida, los excesos de sus gobernantes. Además, es la confrontación del orgullo de la libertad ateniense y el poder absoluto del gobernante persa.
Esquilo es un autor fiable dado que conoció de cerca a los persas, más allá del uso moderado de algunos tópicos historiográficos y esquemas narrativos sobre la alteridad, de cierto patriotismo, o de ser el primer registro del orientalismo, presentando Asia como el reino de la derrota, el lujo, la emocionalidad incontenible y la crueldad desatada.
No obstante, la obra más importante para el estudio tanto de la realeza aqueménida como de la historia, la economía y la etnogeografía del Imperio Persa son, sin duda, las “Historias” de Heródoto de Halicarnaso (490-425 a.C.), oriundo de una ciudad helenizada de Caria, situada en la costa de Asia Menor y entonces bajo hegemonía persa. Aunque con certeza Heródoto se valió entre sus fuentes de los logógrafos jonios, de algunos autores de “Persiká” y de Esquilo, no desestimó la tradición oral, y es seguro que parte de los datos que se registran en las “Historias” fueron recopilados durante sus viajes por algunas de las satrapías del Imperio Persa, siendo quizás la tradición egipcia hostil a Cambises el caso más notorio. Lo cierto es que, como ha puesto de manifiesto el análisis comparativo de las “Historias” con la “Inscripción de Behistun” de Darío I, el historiador contó con fuentes iranias fiables y conoció asimismo la tradición oral de la épica irania que narraba la gesta de reyes.
Lo relevante es que Heródoto fue, junto a Jenofonte, de los pocos autores griegos que trataron con un cierto respeto a los persas, un gesto que le valió por parte de Plutarco el calificativo de “filobárbaro”[4]. De las “Historias”, son interesantes el Libro I, por la explicación del origen del conflicto entre griegos y persas y los orígenes del Imperio Persa bajo el reinado de Ciro; el libro III, porque relata la conquista de Egipto por Cambises y la subida al trono de Darío I; el libro IV, por la descripción de las campañas de Darío I en Escitia; y los libros del V al IX porque en ellos se nos narra el conflicto greco-persa: la rebelión jónica y su desenlace fatal, la primera guerra pérsica con la victoria helena en Maratón, y la segunda guerra pérsica con la derrota griega en las Termópilas y el triunfo definitivo de Grecia sobre los ejércitos de Jerjes en Artemisio, Salamina, Platea y Mícale. Son relevantes estas obras porque no hay rasgos de la alteridad persa que el autor no compilase, siendo de esta manera sus obras imprescindibles, entre otras muchas cosas, para tratar sobre la realeza, la educación, la religión, los hábitos alimenticios, la guerra o la estructuración económica del Imperio en satrapías.
De Jenofonte de Atenas (428- 354 a.C.) son diversas las obras para el estudio de las relaciones entre griegos y persas, y especialmente de la realeza aqueménida y la representación de la alteridad persa en el imaginario griego. Ejerció una gran influencia sobre autores posteriores a través de su “Agesilao”, las “Helénicas” y la “Anábasis”, en donde menciona a Ctesias. La “Ciropedia”, o educación de Ciro, posee un gran valor para el estudio de la representación de la realeza aqueménida, un relato biográfico y seminovelesco sobre la vida del fundador del Imperio y dotado de un gran caudal de informaciones sobre el mundo persa. También el “Económico” nos ofrece un retrato sobre el ideal del gobernante agricultor y cazador a través de la figura de Ciro el Joven en su paraíso. Sus obras también son fuentes fidedignas, pues Jenofonte conoció de primera mano el mundo persa dado que participó como mercenario en el conflicto dinástico entre Artajerjes II y Ciro el Joven, más allá de la idealización de sus personajes.
Otras fuentes específicas sobre los persas son algunas de las obras que constituyen la “Geografía” de Estrabón (64 a.C.-24 d.C.), en especial el XV, la “Biblioteca histórica” de Diodoro de Sicilia (60 a.C.-30 d.C.), en especial el XVII dedicado a Alejandro Magno, o las “Historias Filípicas” de Pompeyo Trogo (40 a.C.-?), conservadas gracias al epítome de Justino (comienzos del siglo III) y que nos ofrecen datos únicos como el nombre de Darío III cuando era todavía un simple particular: Codomano.
Los tres autores citados manejaron múltiples fuentes, en particular los historiadores de Alejandro y los autores de “Persiká”. Merecen también ser mencionados por las noticias relativas a la realeza aqueménida y por el retrato de Darío III, los historiadores de Alejandro, los Clitarco (siglos IV-III a.C.), Aristóbulo de Casandrea, Nearco (360-312 a.C.), y Cares de Mitilene, entre otros.
Sobre este punto iniciamos con la mención del pasaje de Tucídides, que si bien es ajeno a nuestro objeto de estudio, lo cierto es que en él se cristaliza el reverso de la realeza aqueménida en tanto que manifestación de una forma de alteridad, de la alteridad por antonomasia, y nos revela además el sentimiento de los griegos, y de toda la tradición occidental, frente a la oposición entre la libertad helena y la esclavitud asiática o ante la antítesis libertad griega y servidumbre persa.
Es así que en el imaginario griego y por extensión, clásico, en el mundo oriental de los Aqueménidas no había nada que imitar, no había respeto alguno por la ley, ni igualdad de derechos. En Oriente la forma política dominante sería la de un gobierno unipersonal, despótico y en donde la voluntad arbitraria de un gobernante y la violencia desatada se imponían sobre un pueblo, una suma de comunidades reunidas en un imperio, nacidos para la esclavitud, porque, como diría Aristóteles, esa era la segunda naturaleza de las gentes de Oriente, de Asia.
Es cierto que se construyó una falsa imagen fijada con fuerza en el imaginario griego según la cual la forma política típicamente helena fue la democracia, por oposición al despotismo asiático, y en especial, de la monarquía irania. Esta idea está lejos de la realidad, pues la realeza contaba con una larga tradición en toda la Hélade, desde los reinos micénicos y la Edad del Bronce hasta la época helenística, si bien con cambios substanciales. Estas últimas fueron monarquías fundadas en el derecho de conquista, fueron instituciones de derecho divino; de hecho se entendía que el rey era un enviado de los dioses para guiar a los simples mortales, y en su proceso formativo es entendible la representación de la realeza irania en el imaginario griego, vista en la persona del Gran Rey como una divinidad y no tan sólo a alguien que reinaba por la gracia divina[5].
Otro ejemplo claro es el caso de la “diarquía” espartana, una forma de realeza que articuló a su vez la jerarquía de los mitos y de la religión helena, que sitúa a Zeus como gobernante, presidiendo por tanto toda la “paideia” griega[6].
En el ámbito de la reflexión filosófica, principalmente la obra de Aristóteles, en la “Política”, se apuntan algunas de las características del tirano que definieron también en el imaginario griego a los reyes aqueménidas, a saber: el placer, las riquezas y los mercenarios, porque, y esto merece tenerlo en cuenta, la monarquía fue sentida por los teóricos griegos como una institución más propia de bárbaros que de hombres libres[7].
En esta obra de Aristóteles encontramos un pasaje interesante: cuando se establece la distinción entre Oriente y Occidente, entre Asia y Grecia, después de tratar a la monarquía laconia alude a la actitud del pueblo y formula una distinción fundamentada etnológicamente que la segunda naturaleza de los pueblos bárbaros, y en concreto de los asiáticos, se define por una propensión innata hacia el servilismo. Y más relevante es el consejo que Aristóteles habría brindado según la tradición, a su discípulo Alejandro:
Comportarse con los griegos como un jefe y con los bárbaros como un déspota: cuidando de unos como de amigos y familiares, y comportándose con los otros como con los animales o las plantas.
En los escritos de Heródoto, cuando mencionan el debate de los persas sobre las formas de gobierno, la principal oposición se dará entre igualdad y monarquía. En el libro III, en su defensa de la monarquía, Darío terminará contraponiéndola tanto con el poder del pueblo como con la oligarquía, puesto que, por las luchas internas que generan, ambos conducen a malos gobiernos que terminan dando paso a la monarquía. Al igual que la inscripción de Behistún, Darío enfatizaba la monarquía como la mejor forma de gobierno y la más acorde con la tradición de los persas.
Sin embargo, cuando Heródoto se refiere a Jerjes, se refiere a este como un “tirano”, en concreto cuando los espartanos previnieron a los atenienses sobre la fiabilidad de las intenciones de Alejandro I de Macedonia. De esta manera, en toda la tradición clásica se elaboró la concepción de la realeza irania como una forma política degenerada, como la desviación hacia una forma tiránica y despótica que poco tenía que ver con la realidad del príncipe ideal.
Es por ello que ahora es necesario, para el contraste, analizar sobre la realeza irania más allá de las fuentes clásicas.
Al tratar sobre la realeza irania debemos tener presente que los persas pensaron en su territorio en términos de imperio (“bumi”, tierra) y no de reino, hecho que explicaría la denominación de su rey no como un monarca en paridad a otros, sino como el “Rey de reyes” o “el Gran Rey”. A consecuencia de ello no existió el término antiguo persa “raz” como nombre de rey porque no hubo rey ni reino, sino imperio, o al menos desde la época de Ciro el Grande. Es interesante destacar que la noción de imperio no la tomarían los griegos y los romanos de ningún otro imperio anterior al persa, por ejemplo del asirio o del hitita, sino precisamente de los Aqueménidas.
El vasto Imperio Persa fue para los griegos el imperio por antonomasia, extendiéndose de norte a sur y de este a oeste por un conjunto de pueblos cuya imagen fue labrada en las escaleras de la apadana de Persépolis, capital cuya primera descripción literaria en las fuentes clásicas no llegó hasta Diodoro de Sicilia.
Si la denominación del gobernante persa como “el Gran Rey” es una herencia griega, simbolizando la manifestación por antonomasia de la realeza, contamos sin embargo con un precedente babilónico de dicho título en el “Cilindro de Ciro”, en donde el Aqueménida es denominado mediante la expresión acadia “sarru rabu”, Gran Rey, claro antecedente de la denominación griega.
De todas maneras, aunque los helenos consideraron esas denominaciones como genuinamente persas, lo cierto es que de dicha titulación contamos con paralelos anteriores a los Aqueménidas en el Cercano Oriente, por ejemplo, entre los urarteos (“sar sarrani”, 825-823 a.C.: inscripción asiria del rey urarteo Sarduru) y entre los asirios, sumados a elamitas, y después de pasar por la cultura meda, se habría originado una nueva concepción de la realeza que terminaría siendo adoptada, tras la conquista de Media, por los Aqueménidas. No obstante, el origen de muchas ideas sobre la realeza hay que buscarlas en un pasado indoeuropeo común, influido también por la cultura egipcia: la adopción de la titulación “Rey del Alto y del Bajo Egipto”, la imagen de Ra, de la flor de loto como símbolo de regeneración presente en la iconografía persepolitana, de la teología solar.
Agregamos también los préstamos mesopotámicos, algunos de origen egipcio: la adopción del símbolo del disco solar alado presente en la iconografía aqueménida, del título “Rey de los países” (sum.lugal kur.kur), “Rey de los cuatro extremos de la tierra”. Ya en el propio Edicto Babilónico de Ciro (el “Cilindro de Ciro”), se revela que el contacto con Media y Mesopotamia fue crucial en la elaboración de la concepción de la realeza aqueménida:
Yo soy Ciro, rey del mundo, Gran Rey, poderoso rey, rey de Babilonia, rey del país de Sumer y de Acad, rey de los cuatro extremos del mundo, hijo del Gran Rey Cambises, rey de la ciudad de Ansan, bisnieto del Gran Rey Teispes, rey de Ansan…..
Sobre este punto, Bernardo Gandulla considera que “de ninguna manera pretendemos decir que las representaciones iconográficas y las inscripciones no reflejan la realidad de los acontecimientos: son, sin duda, una fuente de información valiosa, un auténtico testimonio de los hechos históricos. Sin embargo sería ingenuo no ver en ellas una forma de propaganda política para afirmar y magnificar la capacidad del poder de cada Estado: un doble mensaje que se proyecta no sólo desde un egocentro hacia una alteridad vasalla sino también hacia el contexto circundante de pares no dominados. En este mensaje ambivalente entran en juego la realidad efectiva de la dominación y una ficción de ésta como manifestación de omnipotencia”.
Analizando el concepto de realeza entre los Aqueménidas, debemos tener en cuenta una connotación que entre los autores griegos causaba cierta confusión: equiparar el carácter religioso de la noción de imperio y de la realeza aqueménida con la posible divinización de su Gran Rey, algo que no fue exactamente así. El gobernante persa fue sólo el intermediario entre los dioses y los hombres, pero no un dios, pues lo que se esperaba del Gran Rey, más allá de su función guerrera o judicial y como representante de Ahura Mazda, era el garante de la fecundidad de la tierra, de los ganados y de las mujeres, ideas que también formaron parte de la concepción de la realeza en el ámbito egipcio y mesopotámico.
Un aspecto de la realeza irania es captado por Heródoto, al establecer una relación ideológica y mágica entre el rey como intermediario entre los dioses y los hombres que trabajan la tierra. Es así que narra el último discurso de Cambises a sus hombres sintiendo la muerte como inminente:
que, gozando de una eterna libertad, la tierra os dé fruto, y que vuestras mujeres y vuestros rebaños sean fecundos… Este pasaje lo podemos complementar con parte de las inscripciones reales, en especial las de Darío I, en las que se previene contra los efectos adversos que la mentira puede tener sobre las cosechas, pues el no cumplimiento de los deberes del buen rey, sería origen de la mala cosecha y de invasiones enemigas. Según la concepción duméziliana, el Gran Rey tenía una triple función: actuar como un buen monarca, mediador y gran guerrero.
Una inscripción de Darío I es elocuente al respecto:
El rey Darío declara: que Ahura Mazda me conceda su apoyo, con todos los dioses, y que Ahura Mazda proteja a este pueblo del ejército enemigo, del hambre y de la mentira; que no alcance a este pueblo ni el ejército enemigo ni el hambre ni la mentira; es lo que yo pido como un favor a Ahura Mazda, con todos los dioses; que Ahura Mazda, con todos los dioses, me conceda esto como un favor.
El estrecho vínculo entre Ahura Mazda y el Gran Rey confería a este último un enorme poder, por la sencilla razón de que la voluntad de ambos era coincidente. Los Aqueménidas nunca fueron propiamente considerados como dioses, ni siquiera aunque tras la muerte del rey se rindiese un culto de tipo heroico.
La equiparación del rey con una divinidad tiene mucho de griego, y Platón, por ejemplo, llegó a helenizar dicha idea en un elocuente pasaje del “Primer Alcibíades”, en el que convirtió a Perseo, el hijo de Zeus, en el fundador de la dinastía Aqueménida.
Es así que algunas de las características de la realeza aqueménida fueron erróneamente interpretadas por los autores clásicos como muestras de divinización del rey, más allá de su carácter sagrado trifuncional en la perspectiva de Dumézil. Tales muestras eran el rígido ceremonial cortesano y la separación entre el Gran Rey y sus súbditos. Pero se trata de rasgos de exaltación del gobernante en la tradición irania que tienen influencia mesopotámica, especialmente en el caso de la “proskynesis” (beso y postración de rodillas frente al rey).
Los Aqueménidas tomaron del Cercano Oriente todos estos usos y confirman lo dicho por Heródoto de que "los persas son los hombres que más aceptan las costumbres extranjeras".
Debemos tener presente que los persas no creyeron en la divinidad del Gran Rey en vida, sino tan sólo en un culto dinástico en tanto que intermediario entre los dioses y los hombres, practicando una exaltación carismática.
Respecto de la Hélade, el abuso de la deformación, de la reprobación de las costumbres de la alteridad, fueron sin duda un mecanismo de defensa psicológico y de exaltación de la conciencia de pertenencia a una civilización, la griega, superior a la exótica barbarie asiática, y su influjo ha sido muy grande sobre la historiografía occidental, desarrollando dos fenómenos de larga duración: la helenofilia y el helenocentrismo.
Los griegos consolidaron la conciencia de sí mismos como grupo colectivo en las guerras contra los persas, momento culminante de la autodefinición identitaria helena por oposición al Persa, y que estuvo basada en la identidad etnolingüística, de creencias religiosas, de ritos sacrificiales, de usos y costumbres similares, pero no fue más allá de los éthne o los koiná, y no poseía unidad de acción ni intención común, no conoció un proyecto político de unificación. Heródoto había mostrado claramente interés en la idea de panhelenismo y separaba con precisión lo que es heleno de lo que se le oponía.
La construcción y la representación de la alteridad recibió un impulso definitivo con las Guerras Pérsicas, momento Esta coyuntura imprimió al discurso sobre la alteridad persa un matiz ideológico, a saber, el de las polaridades “libertad/esclavitud”, “monarquía despótica/democracia”, o el de la síntesis entre “tiranía/barbarie”. Sin embargo, a diferencia de los discursos sobre otras alteridades, la riqueza de la civilización persa aqueménida obligó a elaborar una retórica más elaborada, más rica en matices.
La diferencia, las falsas polaridades, la analogía, fueron mecanismos psicológicos de aprehensión de lo desconocido, de la amenaza de frontera, de la alteridad. Mostrar a un rey como cruel y corrupto era una manera de minimizar el miedo provocado por la amenaza del poderoso Imperio Persa. Cuestionar moralmente al Gran Rey, al Persa, al Bárbaro, minimizar el valor de su cultura, de su poder, fue una estrategia griega de enmascarar que las póleis griegas, cuando no estuvieron bajo amenaza directa de invasiones persas, vivieron condicionadas y dependientes durante mucho tiempo del oro del Gran Rey. Además, los particularismos griegos pesaban mucho más que la idea de una unidad cultural que aunase fuerzas para constituirse en un gran rival frente al Imperio Aqueménida.
Más allá de las simples costumbres, en el caso persa el discurso sobre la alteridad alcanzó también el ámbito de las mentalidades, de la ideología, de la religión. Las obras mencionadas, principalmente Esquilo o Heródoto, condicionaron toda la retórica de una tradición, desde la Antigüedad hasta la actualidad. Como por ejemplo, de las muchas recreaciones contemporáneas en el género de la novela histórica, “Creación” (1981), de Gore Vidal, y en el mundo del cómic y del cine, la exótica recreación de la batalla de las Termópilas por Frank Miller en su “300”, o en el “Alejandro Magno”, de Oliver Stone.
Por lo tanto, la retórica sobre la alteridad persa y sobre el Gran Rey debe ser analizada con prudencia, precisamente por su carácter distorsionador de la realidad del Cercano Oriente, por su énfasis en perpetuar que Oriente era Oriente y por proyectar durante siglos una falsa imagen del Otro.
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Santiago, R.A. (1998). Griegos y bárbaros: arqueología de una alteridad. Faventia20/2.
[1] Las póleis de Asia Menor formaron parte de diversas satrapías persas.
[2] Al respecto, García Fleitas y Santana Henríquez, como también Hartog, señalan que no menos cierto es que los egipcios fueron unos bárbaros especiales, si se prefiere unos bárbaros de primera clase, y el respeto que suscitaron no fue tanto por considerarlos iguales a los griegos, sino por el simple hecho de que su antigüedad actuaba como una ficción que servía a los intelectuales griegos para pensar su propia cultura, para reflexionar sobre un mundo cambiante que buscaba en un lejano pasado la estabilidad deseada. Sostienen además que con las guerras del Peloponeso se quebró el ideal de la pólis, y eso provocó nuevas maneras de pensar. Los egipcios fueron, sí, unos bárbaros especiales, pero al igual que los buenos salvajes de la Europa moderna no significaron un modelo a imitar, o un paradigma de sociedad superior a la griega. Fueron tan sólo una ficción creada para pensar el presente y siempre a la manera helénica, la civilización por antonomasia. Egipto fue, pues, un espejismo privilegiado del pensamiento griego (GARCÍA FLEITAS, L.M. y SANTANA HENRÍQUEZ, G., La imagen de Egipto en los fragmentos de los historiadores griegos. Una primera aproximación. Universidad de las Palmas, Gran Canaria, 2002. Pp. 34-36; HARTOG, F. Memoria de Ulises. Relatos sobre la frontera en la antigua Grecia. Buenos Aires, F.C.E., 1999. Pp. 77.79.)
[3] A estos autores mencionados lo podemos leer a través de obras tardías que, transcurridos muchos siglos y en una época en la que el Imperio Aqueménida era sólo historia, seguían hallando en los excesos de los persas y de su Gran Rey los ejemplos que ilustraban la conducta a evitar; es así que extraían aquellos excesos y desmesuras que les servían para descalificar entonces, las nuevas manifestaciones de la potencia persa, el gran enemigo de Grecia y Roma, es decir, los Seléucidas y los Sasánidas, respectivamente. Sencillamente los orientales. (JACOB, Ch. Geografía y etnografía en la Grecia Antigua. Barcelona, Ed. Bellaterra, 2008. Pp. 48-54).
[4] Plutarco siempre trató de calificar a Heródoto como manipulador de la verdad histórica, aunque no en vano este autor de “Vidas Paralelas” tuvo la costumbre de compensar esa desconfianza frecuentando a los autores de “Persiká”, como Ctesias o Dinón, hecho que ha convertido a Plutarco en un transmisor insustituible de los fragmentos de dichos tratados sobre Persia.
[5] Recordemos que en la Hélade ya existía tradiciones antiguas, que arrancaban de Homero y de Hesíodo, que concebían al rey como semejante a los dioses, nacido de Zeus y criado por él.
[6] La realeza, más allá del mundo micénico y el universo homérico, sobrevivió en Esparta, también en el Peloponeso, entre otras, en Mesenia, Argos y Corinto, en la Grecia central y del norte, en Tebas y en Tesalia; en las islas dorias del Egeo, en algunas ciudades de Creta y Rodas; en las islas jonias del mar Egeo, en Asia Menor, en la occidental Magna Grecia, en Siracusa y Tarento (PRÉAUX, Cl. El mundo helenístico. Grecia y Oriente, desde la muerte de Alejandro hasta la conquista de Grecia por Roma - 323 a 146 a.C.-. Vol.I. Barcelona, Ed. Labor, 1984, Cap. I).
[7] Incluso en época romana, en obras de Quinto Curcio hallamos la confirmación del prestigio extraordinario con que contaba esa forma política entre los bárbaros.