Acta Académica, 69, Noviembre 2021, ISSN 1017-7507


Sobre el “máximo mal” en la filosofía de Thomas Hobbes

About the "maximum evil" in the philosophy of Thomas Hobbes

Roberto Cañas-Quirós*

Resumen:

En este artículo se analiza qué es para Thomas Hobbes el “máximo mal” o llamado también en latín summum malum. Usualmente la filosofía moral a lo largo de la historia antes de este filósofo británico dio énfasis a su contrario, el “máximo bien” (summum bonum). En estas páginas se revisa la originalidad de las propuestas hobbesianas en donde el bien supremo es una ilusión inalcanzable debido a la mutación ininterrumpida de las apetencias humanas. En cambio, el máximo mal sí existe y no se trata de la muerte natural, aunque haya dolor, sino de la conciencia del peligro que significa afrontar una muerte violenta, en condiciones de guerra, aborrecibles y calamitosas.

Palabras clave: MÁXIMO MAL (SUMMUM MALUM) - MÁXIMO BIEN (SUMMUM BONUM) - MIEDO - VANIDAD - MUERTE VIOLENTA.

Abstract:

This article analyzes what is for Thomas Hobbes the “maximum evil” or also called in Latin summum malum. Usually, moral philosophy throughout history before this British philosopher emphasized its opposite, the “highest good” (summum bonum). These pages examine the originality of Hobbesian proposals where the “highest good” is an unattainable illusion due to the uninterrupted mutation of human desires. On the other hand, the maximum evil does exist, and it is not about natural death, even if there is pain, but about the awareness of the danger that it means to face a violent death, in conditions of war, abhorrent and calamitous.

Keywords: MAXIMUM BAD (SUMMUM MALUM) - MAXIMUM GOOD (SUMMUM BONUM) - AFRAID - VANITY -

VIOLENT DEATH.

Recibido: 9 de julio del 2021

Aceptado: 1º de octubre del 2021

Hobbes niega que haya un finis ultimus o summum bonum para los seres humanos. No existe un hombre cuyos deseos han terminado y cuyos sentidos, imaginación y pensamientos estén quietos. La felicidad es episódica, un paso de un deseo a otro, de un objeto a otro, de una imagen mental a otra, donde conseguir uno significa impeler inmediatamente hacia el siguiente. Deseos y miedo afloran sin cesar y lo que queda es rivalizar con los demás para asegurar hasta cierto punto futuros deseos. Vanagloria y miedo son las venas y arterias de la naturaleza humana y sus diversas manifestaciones dependen de que ocurran en el estado de naturaleza o en sujeción ante un ente estatal-Leviatán.

En la antropología mecanicista hobbesiana la raíz de la naturaleza humana son sus deseos primarios: A) el amor propio, la vanidad o la altivez; y b) el temor, circunscrito principalmente a todo aquello que ponga en peligro su existencia. Ambos determinan la imposibilidad de alcanzar esa meta suprema, ya sea la serenidad del ánimo, la felicidad o la ataraxia, como lo habían enarbolado las filosofías antiguas. Por el contrario, lo negativo tiende a ser la orientación en la vida humana: se trata de evitar a toda costa el propio fallecimiento brutal.

La primera objeción al finalismo en la filosofía moral no se efectuó sino hasta el siglo XVII con Hobbes, y eso marca una impronta relevante dentro de la historia de la ética.

Demócrito fue el fundador del teleologismo moral. Su doctrina ética plantea la tesis central de alcanzar el télos o finalidad de la vida. Diógenes Laercio (IX, 45) da informe sobre el asunto:

El fin (τέλος), [sostiene Demócrito], es el buen ánimo (εὐθυµία). No es lo mismo que el placer (ἡδονή), como algunos supusieron erróneamente que era. Es, más bien, aquello mediante lo cual el alma del hombre está serena y equilibrada, no perturbada por el miedo, la superstición ni ninguna otra emoción. Lo llama también bienestar (εεστώ) y con muchos otros nombres.

El texto hace comprender que se trata de una ética teleológica, cuyas normas desembocan conjuntamente en una meta suprema, consistente con el “buen ánimo”. Las otras manifestaciones de euthymía Estobeo las clarifica del siguiente modo (II 7, 3): “Llama a la felicidad (εὐδαιµονία) buen ánimo, bienestar, armonía, simetría e imperturbabilidad”. Clemente de Alejandría (Stromateis II, 130; fr. 4) repite una parte del pasaje, aunque comenta cómo debe distinguirse del placer:

Los filósofos de Abdera también enseñan que hay un fin: Demócrito, en su libro Sobre el fin de la vida, dice que es la εὐθυµία, a la que también llama bienestar. Y agrega a menudo: Pues placer y ausencia de placer son el límite.

Diógenes Laercio y Clemente de Alejandría coinciden en que Demócrito empleó el concepto τέλος. Incluso el alejandrino deja entrever que podría ser una variante de εὐϴυµία. No resulta improbable que el pensador de Abdera lo incorporara con un significado moral. La palabra τέλος es polisémica, por lo que va más allá de la traducción usual de “fin”.

En griego antiguo τέλος presenta otras significaciones como realización, cumplimiento, consumación; resultado, consecuencia; éxito, desenlace; decisión, determinación; salida, conclusión; término; frontera, límite; punto culminante, cima, el más alto grado, perfección, ideal; formación completa, pleno desarrollo, madurez, vigor de la edad; pleno poder, jurisdicción soberana; el más alto cargo público, las supremas magistraturas; propósito; pago de deuda; derecho; impuesto; ofrenda; fiesta sagrada; misterio, ceremonia; alto grado. Cicerón en su célebre De finibus (III, 26), glosa τέλος como extremum, “término final”, ultimum, “objetivo último” y summum, “lo más alto” o “cimero en perfección a un bien”.

La dirección democrítea en torno al concepto “fin”, se encamina hacia un estado interno de bienestar superior, un sentido óptimo anímico de moralidad al que deben encaminarse todas las acciones. No se trata de otras acepciones que van desde el plano temporal (“terminación” de una cosa o proceso), espacial (“límite” de un terreno), político (“poder” en un puesto público), y metafísico (como en Aristóteles que lo vincula a “causa”).

La reflexión por un objetivo último de la existencia humana constituye la primera piedra en la construcción de un sistema ético y Demócrito cuenta con el mérito de ser el pionero. Sócrates fue impreciso en este ámbito, aun cuando suele ensalzar el alma y las virtudes. Platón intentó perfilar con vaguedad la temática, enarbolando la Forma del Bien (República 502c-519b). Aristóteles, por su parte, es el que con más argumentos plantea la temática e insiste en la importancia desde diversas aristas en torno a una finalidad. Además, cuando se orienta hacia la filosofía moral establece que el télos común y último de la vida humana, que lo distingue del placer, es la “felicidad” (Ética Nicomáquea 1094 y ss.).

Epicuro pudo haber imitado al abderita indagando sobre un objetivo máximo del accionar moral en la obra perdida Sobre el fin de la vida (Diógenes Laercio X, 136). Para el filósofo del Jardín el “placer” (ἡδονή) es el τέλος, pero lejos de abocarse a los goces disolutos, se refiere al estado en el que el cuerpo no sufre dolor y el alma no padece disturbio (Carta a Meneceo 131). El fin consiste en la fruición tranquila, ausente de temor, malestar, pena, preocupación y zozobra por la muerte o el castigo divino. No se cancelan los placeres sensoriales, sino que se subordinan a la meta última, que es el bienestar físico y espiritual. Aun la belleza y la virtud solo tienen cabida si generan satisfacción y serenidad. La autarquía y ataraxia se alcanzan mediante los placeres necesarios, naturales e intelectivos. Estos los experimenta principalmente el sabio, quien suprime los obstáculos que se opongan a la felicidad (como la política) y cultiva todo aquello que la incremente (como la amistad).

Aunque Demócrito prefiere emplear la palabra εὐθυµία y no tanto εὐδαιµονία como fin último, en sus sentencias son equivalentes. Después Epicuro (A 167, 169 y frs. 4 y 215) remozará términos afines a Demócrito, como “ausencia de turbación” (ἀταραξία) e “imperturbabilidad” (ἀθαµβία).

Habrá que esperar más de dos milenios en el filosofar para encontrar una objeción de fuste al teleologismo ético. Esta impugnación la realiza Hobbes desde una concepción mecanicista humana. Desde su punto de vista, resulta absurda la posesión de un logro definitivo o una serenidad sin apetencias. El anti-finalismo hobbesiano se fundamenta en su concepción antropológica. El cuerpo está dotado, por un lado, de movimientos vitales y animales y, por otro, de pasiones, apetitos o deseos. En estos últimos se encuentran el amor, odio, placer, aflicción, alegría, ira, esperanza, desconfianza, envidia, terror, etcétera. Difícilmente en ese vaivén emotivo pueda existir un punto fijo inamovible y extático. En el Leviatán (I, 6) expone que la felicidad concebida como el bienestar ininterrumpido es una ficción para esta vida:

El éxito continuo es el logro de las cosas que un hombre desea de cuando en cuando, es decir, la continua prosperidad, es lo que los hombres llaman felicidad; felicidad en esta vida, quiero decir. Porque mientras vivamos aquí, no habrá tal cosa como una perpetua tranquilidad de ánimo, ya que la vida misma es movimiento, y jamás podemos estar libres ni de deseo ni de miedo, lo mismo que tampoco podemos estar libres del sentido. El tipo de felicidad que Dios ha dispuesto para quienes le honran con devoción, será algo que un hombre disfrutará desde el momento en que lo conozca. Pero esos son goces que ahora nos resultan incomprensibles, como ininteligible nos resulta también el término visión beatífica que usan los escolásticos.

Desde el punto de vista hobbesiano no existe un bien máximo que pueda rebosar todas las apetencias humanas. El perpetuo e incansable deseo de poder, que solo cesa con la muerte, es la inclinación humana primaria. No basta obtener el poder por un período, sino que se buscan los medios de mantenerlo siempre. La hegemonía no solo reside en la política, sino también en las conquistas, la fama, los placeres sensuales, las comodidades o causar admiración sobresaliendo en algún arte o actividad mental. El deseo de supremacía es la base innata de los individuos: “desde su mismo nacimiento, y naturalmente, los hombres pelean por todo lo que codician, y si pudieran, harían que todo el mundo les temiera y obedeciera” (The English Works, vol. VII, p. 73).

¿Qué es el “bien” y el “mal” para Hobbes? En su expresión general el bien equivale a nociones como lo pulcro, jocundo, bello, hermoso, deleitoso, fin deseado, galante, bien parecido, honorable, gentil, amable y es el objeto de atracción del apetito o deseo humano. El mal aplica para lo molesto, desagradable, feo, despreciable, deforme, insensato, nauseabundo, perturbador, inútil, dañino y es el objeto de odio o desdén. Ambos son relativos a la persona que los percibe y a sus sentidos (vista, oído, olfato, etcétera) y razón. Por otra parte, no se derivan de los objetos mismos (residen en la percepción). Además, cada cual pretende imponer su sentencia como la regla de vida, por la cual todos deben guiarse (Leviatán I, 6). En De cive (cap. 1, art. 2). Hobbes es más específico:

Todo lo que se nos presenta como bueno es placentero con referencia a los sentidos o a la mente. Pero todo placer de la mente o es gloria (o sea, el tener una buena opinión de sí mismo) o en último término se refiere a la gloria; los demás placeres son sensuales o son conducentes a la sensualidad, y pueden todos ellos ser agrupados bajo la palabra conveniencias. Toda asociación con los demás se hace, pues, o para adquirir alguna ganancia o para adquirir gloria; es decir, no por amor a nuestros prójimos, sino por amor a nosotros mismos.

La competencia que se da por alcanzar formas de jerarquía y envanecimiento conduce a la rivalidad, enemistad y guerra. El deseo de poder que resulta insaciable a lo largo de toda la existencia humana y las enemistades que esto desencadena, junto al torbellino de todo tipo de pasiones, impiden que haya un remanso para un bien perfecto. Por eso el autor del Leviatán (I, 11) advierte:

Debemos considerar que la felicidad en esta vida no consiste en el reposo de una mente completamente satisfecha. No existe tal cosa como ese finis ultimus, o ese summum bonum de que se nos habla en los viejos libros de filosofía moral. Un hombre cuyos deseos han sido colmados y cuyos sentidos e imaginación han quedado estáticos, no puede vivir. La felicidad es un continuo progreso en el deseo; un continuo pasar de un objeto a otro. Conseguir una cosa es sólo un medio para conseguir la siguiente. La razón de esto es que el objeto del deseo de un hombre no es gozar una vez solamente, y por un instante, sino asegurar para siempre el camino de sus deseos futuros. Por lo tanto, las acciones voluntarias y las inclinaciones de todos los hombres no solo tienden a procurar una vida feliz, sino a asegurarla. Solo difieren unos de otros en los modos de hacerlo. Estas diferencias provienen, en parte, de la diversidad de pasiones que tienen lugar entre hombres diversos y, en parte, de las diferencias de conocimiento y opinión que cada uno tiene en lo que respecta a las causas que producen el efecto deseado.

Hobbes abrevia su concepción sobre la naturaleza humana en dos variantes de una misma condición: “el hombre es una especie de Dios para el hombre y el hombre es un auténtico lobo para el hombre” (De cive, epíst. ded.). No está de más mencionar que Hobbes toma la frase lupus est homo homini de Plauto (Asinaria, 495) con una finalidad ético-política.

La primera de esas variantes se refiere al apetito natural de la vanidad. Se trata de la diferencia específica que distingue a los humanos con respecto a los otros animales, pues el hombre no se cansa de buscar honores, rangos honoríficos, preferencias o fama (The Elements of Law, parte I, cap. 19, § 5; De cive, cap. 5, art. 5; Leviatán, cap. 17). Esta pasión llega a suscitar incluso la locura como una marcada vanagloria, orgullo o excesiva autoestima (Leviatán, cap. 8). Las diversas expresiones de la insania derivan del afán de reconocimiento como seres mejores que otros y encontrar placer en la pleitesía que otros nos tributan. El amor de sí mismo es la pasión que rige a los individuos. De esta manera, la asociación política no ocurre por naturaleza, sino porque de ella podemos recibir algún honor o beneficio; pues es manifiesto que los hombres no tanto se deleitan con la compañía de otros, como con su propia vanagloria (De cive, cap. 1, art. 2).

El segundo postulado que afirma la naturaleza depredadora y rapaz humana es la más difundida de Hobbes. Se da la tentación de subrayar la ausencia del carácter puramente altruista innato de nuestra especie. Por eso, se exhibe la generalización de que el hombre sea naturalmente malo, como se da a nivel divulgativo de la filosofía. Hobbes nunca escribió tal cosa. De su pesimismo antropológico se desprende que el hombre es egoísta por naturaleza, cuando sigue su dimensión concupiscible y eso no siempre es malo o peyorativo. Esa condición lo ayuda a sobrevivir en la situación de guerra de todos contra todos y tratar de erguirse como alguien fuerte. Sin embargo, ante esos peligros extremos el miedo constituye su contrapeso y este lo hace salir a flote impidiendo su autodestrucción. En tal circunstancia, deberá someterse a un ente estatal absoluto.

Hobbes se apoya como autoridad de sus planteamientos en la tradición bíblica. Aquí la vanidad como forma de altanería y petulancia es uno de los mayores pecados: “Hay vanidad que se hace sobre la tierra: que hay justos a quienes sucede como si hicieran obras de impíos, y hay impíos a quienes acontece como si hicieran obras de justos.  Digo que esto también es vanidad”(Eclesiastés 8:14). Y también: “vanidad de vanidades, todo es vanidad” (I:2).

La fusión entre Estado y Leviatán se da para sojuzgar y ser regente de las criaturas soberbias:

Hasta aquí he mostrado la naturaleza del hombre, cuyo orgullo y otras pasiones lo han obligado a someterse a gobierno, y el gran poder de ese gobernador a quien he comparado con el Leviatán, tomando la comparación de los dos últimos versículos del capítulo 41 del libro de Job, cuando Dios, habiendo presentado el gran poder del Leviatán, lo llama rey de los arrogantes (Leviatán, cap. 28).

Los seres humanos, además de sus apetitos naturales, también cuentan con la razón que los lleva a doblegarse ante una asociación política que les garantice la preservación de sus vidas. El logro de esto se corresponde con la virtud. Sobre este tópico Hobbes argumenta que, filosóficamente, no hay consenso, pues las acciones que unos ponderan y llaman virtud, otros las denigran y llaman vicio. La ética aristotélica del término medio y una larga lista de virtudes no resulta exacta. La autoconservación es la virtud cardinal que mueve hacia la paz y el peor de los vicios o maldad, es su relación con la discordia, la guerra y la autodestrucción (De cive, cap. 3, art. 32).

Las pasiones y la razón son las que llevan a los individuos virtuosos a salir del ominoso, brutal y corto estado de guerra. Por un lado, las pasiones los conducen a buscar la paz ante el miedo a la muerte, la obtención de cosas necesarias para vivir cómodamente y la esperanza de que al trabajar se puedan conseguir. Y por otro, la razón infiere normas o leyes de la naturaleza, donde la suprema reside en buscar la paz y mantenerla por cualquier medio (Leviatán, caps. 13-14). Procurar la paz constituye una de las virtudes cardinales para el filósofo de Malmesbury. A la paz se le añaden sus hermanas gemelas, la justicia y la caridad (De Cive, epíst. ded.).

Sin embargo, esta se da racionalmente por un cálculo interesado que mide las consecuencias de que evitará males mayores y no por una constitución innata hacia el pacifismo.

Soslayar la muerte y, sobre todo, cuando esta podría ocurrir de modo violento, constituye la destreza humana fundamental. Esta es impelida por la pasión del miedo a fenecer. La conservación de la vida es el bien primordial y verosímil. Se trata de anticipar hasta donde sea posible una cadena de consecuencias que lleven a la consecución de ese colmo de no morir; mientras que el mal verosímil y mayor se da cuando no se prevé morir y, sobre todo, de ser asesinado de forma atroz. El éxito continuo de prosperidad o de cumplimiento de deseos es lo que se tilda comúnmente como felicidad (Leviatán, cap. 6). Pero no se trata de un estado ataráxico, de perpetua serenidad de ánimo, porque los deseos y el miedo siempre emergen en la condición humana. Hay para Hobbes un alternarse o sucederse un cúmulo de pasiones de unas a otras, ya sea que se trate de apetito, avidez, amor, aversión, odio, alegría, tristeza, aprensión, etcétera.

Hay que retomar la idea hobbesiana de que no hay un finis ultimus o summum bonum, un disfrute de reposo ininterrumpido (De homine, cap. 11, art. 15; The Elements of Law, parte I, cap. 7, § 7; Leviatán, cap. 11). Si no hay un bien supremo porque se transita de deseo en deseo de modo insaciable, sí existe, por el contrario, el mal primordial, máximo y supremo: la muerte. Este es el summum malum, que consiste en padecer la muerte acompañada de violencia y sufrimiento (De cive, cap. 1, art. 7; De homine, cap. 11, art. 6). Hay un tope para el mal, pero no así en lo que respecta al bien; de modo que son esencialmente distintos. Podría asumirse que la conservación de la vida representa el máximo bien, pero eso no es suficiente en los individuos por su inclinación natural hacia el poder y tratar de acumularlo lo más posible. El que haya una cierta igualdad entre cuerpos y mentes incide en que se dé competencia, desconfianza, odios, sed de venganza y pretensión de gloria. El estado de guerra de todos contra todos implica un miedo perpetuo y por eso el bien primordial es evitar la muerte y, sobre todo, cuando esta pueda acontecer de un modo sanguinario. La búsqueda de un Estado-Leviatán tiene la finalidad de mitigar o reducir a su mínima expresión el summum malum. Para las personas el miedo a la muerte y a ser herido conlleva obedecer a un poder común atemorizante, ya que por cuenta propia estarían en desventaja (Leviatán I, 11).

Algunas definiciones generales sobre las diversas variantes del miedo Hobbes las detalla. Primeramente, el miedo puede entenderse como la aversión hacia objetos o seres que pueden dañarnos. También el miedo surge mediante ficciones religiosas, donde se teme poderes invisibles a partir de historias que han sido aceptadas por el público y otras de carácter supersticioso. Y el terror pánico, que se origina de un contagio por imitación cuando se está en grupos humanos creyendo que alguien conoce una causa de sumo sobresalto (Leviatán I, 6). Hay, además, una compañía en el sentimiento, que es una versión aminorada del temor, una lástima o compasión al imaginar que las calamidades que acontecen en otros pueden recaer sobre uno mismo (Leviatán I, 6).

Resulta polémico si para la antropología hobbesiana el miedo tiene más peso como motor humano que la vanidad. Strauss (2006, 34-56) expone que la causa fundamental de los deseos humanos no es el temor. A pesar de que le asigna especial relevancia en la psicología mecanicista de Hobbes, su planteamiento consiste en que el principal motor humano es la vanidad, a menos que acontezca la autopercepeción de la muerte violenta y esta la eclipse. La auto-confesión del filósofo británico es reconocerse hermano gemelo del miedo, aludiendo a las circunstancias de su nacimiento prematuro, a causa de la invasión de la Armada española. Truyol, 1976, p. 158.

Por otra parte, el miedo nunca se extirpa de la condición humana, ya sea en el estado de naturaleza o ante un poder absoluto, y la vanidad en un contexto político de obediencia, en cambio, debe modularse para evitar perjuicios mayores. Atenuar el engreimiento compensa el no retorno al estado indeseable de naturaleza. La vanidad debe trastocarse en humildad, una virtud bíblica, de temor a Dios. Esa sensación se transfiere al Estado-Leviatán (“el Dios mortal”), el cual haría arrodillarse y sobrecoger a todo aquel que exhiba ínfulas de infringir los mandatos civiles-religiosos (De cive, cap. 6, art. 13; Leviatán, caps. 17 y 30). Cada individuo quiere que su prójimo lo tenga en tan alta estima como él se tiene a sí mismo; y siempre si detecta alguna señal de desprecio o de menosprecio hacia sí, procura infligir daño a quienes lo desprecian para que estos lo valoren más y así dar un ejemplo a los otros (Leviatán I, 13).

Puede notarse que el miedo, como factor condicionante de la convivencia, nunca desaparece: en el estado de naturaleza existe un terror de ser agredido constantemente, un miedo general de todos con respecto a todos; con la fundación del Estado, pasa a ser un miedo general de todos hacia uno, hacia el poder coactivo del soberano. El temor hacia los semejantes de acabar en muerte trágica por causa de ellos se vierte en el temor de ser ejemplarmente castigado por el soberano. En Hobbes el miedo en la condición de guerra de todos contra todos lo impele a provocar daños al prójimo, pero después por prudencia es el motor que impulsa a alcanzar la virtud política pacifista.

No es la pobreza, el agravio y la opresión el summum malum, sino la muerte violenta o el peligro de que esta acontezca. Por eso, para la fundación de un Estado-Leviatán las experiencias amargas de los terrores del estado de naturaleza son “mejores” y “preferibles”, porque acercan a los individuos a la conciencia y conocimiento del summum malum, al ser recordadas con constancia. Caso contrario ocurre con existencias meramente burguesas, que no han tocado ese fondo de conmoción, que no han menguado suficientemente sus deseos de preeminencia y avivado el horror a perecer de modo inhumano.

Hay que esclarecer que el término “miedo”, no significa simplemente el estar asustado, sino, sobre todo, una previsión de males futuros. Es más, el miedo mutuo entre los individuos es el origen de la sociabilidad:

Se ha hecho esta objeción: es muy improbable que los hombres se reúnan en sociedad como resultado del miedo. Pues si hubieran estado asustados los unos de los otros, no habrían soportado verse. Quienes así me objetan están suponiendo que el miedo no es otra cosa que estar asustado. Yo incluyo bajo la palabra miedo una cierta anticipación de males futuros; tampoco concibo que la huida sea la única propiedad del miedo: desconfiar, sospechar, vigilar, pertrecharse para no tener miedo son también propios de quienes están atemorizados. Quienes van a acostarse atrancan las puertas; quienes salen de viaje llevan la espada consigo por temor a los ladrones. Los reinos guardan sus costas y fronteras con fortalezas y castillos; las ciudades están rodeadas de murallas: todo ello por miedo a las ciudades y reinos vecinos […] Es por miedo por lo que los hombres encuentran seguridad huyendo, ciertamente, y escondiéndose en las esquinas si piensan que no van a poder escapar de otro modo; pero en la mayor parte de los casos se protegen con espadas y armas de defensa. Cuando salen a combatir, es que saben cuáles son las intenciones del otro (De cive I, art. 7, nota).

El origen del pacto social es el miedo y no reside en la buena voluntad, fraternidad o cooperación recíproca. Significa la oposición a la tesis de Aristóteles de que “la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social” (Política 1253a1-3). El anti-aristotelismo hobbesiano interpreta que las personas se frecuentan entre sí porque se procuran mutuamente honores y beneficios, y no se asocian por la asociación misma; es decir, se acompañan por el resultado de recibir distinciones y réditos. La vanagloria es uno de los cimientos de la agrupación política. Juntarse con otros posee un fin egoísta y por lo común surgen envidias, así como un deleite por disminuir, hablar mal y ridiculizar al prójimo (De cive, cap. 1, art. 2). El motivador de nuestra especie es acreditarse la εὐδοξία, la buena opinión, honra, consideración, celebridad, aprobación social y aplauso.

El pacto según Hobbes, que se da entre los súbditos, consiste en un mutuo acuerdo entre la multitud, donde cada componente de esta se hace responsable, a fin de que dicha persona, Estado o soberano, “pueda utilizar los medios y la fuerza particular de cada uno como mejor le parezca, para lograr la paz y la seguridad de todos” (Leviatán I, 14). Los ciudadanos no pactan con el Estado, pues a este no se le puede acusar después de incumplimiento contractual. Este es un depositario de las renuncias de los derechos que poseían antes los súbditos en el estado de naturaleza. El soberano es el único que tiene derecho a administrar la violencia e infundir el miedo para garantizar la paz y seguridad.

No hay para el hombre, según Hobbes, un summum bonum para este mundo físico, pues la contemplación divina o goce post mortem resulta incomprensible (Leviatán I, 6). Lo mismo ocurriría en un sentido inverso, un mal superlativo vinculado con los castigos ultramundanos eternos del infierno para el cristianismo y otras variantes religiosas. Aunque la reflexión escatológica hobbesiana se inclina por suponer una palingenesia (Leviatán IV, 44).

El miedo humano, aguijoneado por el desasosiego por el tiempo venidero, es la raíz de todas esas elucubraciones, como lo expone el filósofo de Malmesbury:

El hombre que mira con anticipación lo que le espera en un distante futuro, preocupado por lo que habrá de venir, tiene constantemente su corazón carcomido por el miedo a la muerte, a la pobreza o a cualquier otra calamidad, y no encuentra reposo ni pausa en su ansiedad, excepto cuando duerme. Ese miedo perpetuo que siempre acompaña al hombre en su ignorancia de las causas, como si estuviera en la oscuridad, necesita concretarse en algún objeto. Y cuando falta un objeto visible, no hay nada a lo que puede atribuirse la buena o la mala fortuna; y entonces se recurre a algún poder o agente invisible. Quizá fue en ese sentido en el que algunos poetas dijeron que los dioses habían sido creados originalmente por el miedo del hombre (Leviatán I, 12).

Aunque no fueron los poetas exactamente quienes argumentaron que el miedo fue la causa del sentimiento religioso como escribe Hobbes, sino Demócrito. En referencias de Sexto Empírico (Adversus Mathematicos IX, 24 y 19) se puede leer que el filósofo de Abdera consideró que el origen de las creencias religiosas procede a partir de los fenómenos naturales, tales como el trueno, el relámpago, los rayos y los eclipses, en donde los hombres, por su terror ante ellos, imaginaron que eran causados por los dioses. Tanto φόβος como δεινός exigieron después en el sentir humano reverencias y veneraciones.

Como no podemos estar ayunos de deseos y miedos, hay que desechar postulados que pretenden encontrarlos en la contemplación de la Idea del Bien platónica, la reflexión eudemonista del Primer Motor aristotélico, o de un clímax de impavidez anímica epicúrea y estoica. El summum malum asumido como mors violenta, hay que consagrarse a evitarlo desde cualesquiera medios, y la sumisión a un poder absoluto común resulta para Hobbes la vía más sensata para lograrlo. Sin embargo, nunca se van a satisfacer las apetencias en un grado pleno y, en su lugar, lo que prolifera es el maximum malorum, como resultado de las desgracias imprevistas.

De lo que hay certeza es que la suprema infelicidad es la muerte cruel, tomando en cuenta que muchos de los congéneres son potenciales homicidas. Cada hombre tendrá como virtud natural ser hábil, diestro, feroz, dedicado a evitar que lo asesinen sin piedad y eso constituye la guía de su vida. Este tema lo explica con claridad Voegelin (1987, p. 66) en estos términos:

Esta experiencia de la muerte es el origen existencial de la moral en la medida en que induce al hombre a salir del mundo onírico de su orgullo, a renunciar a la búsqueda ilimitada de su `gloria’ y a acordar un orden impuesto que garantice la vida y con ello la persecución de los apetitos dentro de unos límites. El summum malum se convierte en el centro que da coherencia, finalidad y reglas a la vida del hombre que el summum bonum perdido ya no puede proporcionar.

En ocasiones solo puede librarse del peligro de muerte matando a su enemigo. El hombre debe consagrarse a aprender a alejar por todos los medios el summum malum y desechar el espejismo o pérdida de tiempo de encontrar un summum bonum. Mortem violentam tanquam summum malum studet evitare (De homine, cap. 11, art. 6; De cive, cap. 1, art. 7).

Es virtuoso orientarse hacia el conocimiento del summum malum y que el miedo nos prevenga y evitemos caer en una muerte violenta. Esto no es lo mismo que una muerte dolorosa, porque casi todas las enfermedades conducen a ella y resulta casi inevitable para los mortales. Aquí se marca un punto de ruptura de Hobbes con respecto a las filosofías helenísticas. Aristipo y Epicuro ponen el énfasis en el placer, al que consideran el supremo bien, y el dolor constituye el supremo mal. Y esto determina a todo ser viviente, pues tan pronto como nace, busca el placer y se complace en él como el supremo bien; pero detesta el dolor como el supremo mal y, en cuanto le es posible, lo aparta de sí (Diógenes Laercio II, 88, y X, 37; Cicerón De finibus I, 29-30). Hobbes va más hondo e identifica una angustia racional más poderosa que la de un dolor físico (ya sea pasajero o que nos conduzca al inevitable fallecimiento); se trata de la turbación hacia la propia muerte despiadada. Esa sensación está en una escala superior y constituye el único máximo mal.  

En Hobbes el conocimiento de sí resulta fundamental y es suscitado a partir de la percatación del mal supremo, que es la muerte trágica. Este nivel es racional porque atiende a una introspección sobre los sinsabores acontecidos en el pasado y que podrían magnificarse a futuro. Así lo expone el autor del Leviatán (IV, 44): “Los hombres no tienen otros medios para reconocer sus propias tinieblas, que razonar sobre las desgracias imprevistas que les acontecen en sus caminos”. Y en otra sección, asevera que la búsqueda del saber reside en prevenir los efectos infaustos que han sobrevenido y que pudieran reiterarse después:

Es característica peculiar del hombre inquirir sobre las causas de los sucesos que ve. Algunos hacen esto en mayor medida que otros; pero todos muestran, por lo menos, curiosidad por buscar las causas de su propio bienestar y de su mala fortuna (Leviatán I, 12).

Los individuos se forjan esferas de ilusiones e imaginación. La vanidad edifica quimeras en las que el hombre se erige superior a los demás y ocupa que estos lo reconozcan como tal. Sus coterráneos sienten lo mismo que él y surge la enemistad, odio, ira, deseo de venganza, guerra, lucha por sobrevivir y, finalmente, percatarse de que el mal máximo y principal es la muerte en esas nefastas condiciones. Se supone que los hombres son naturalmente iguales, pero por comparación en su ingenio, muchos se asumen más que otros y poseen un ansia de vejar, ridiculizar y humillar a su adversario (De cive, cap. 1, art. 5). Sin embargo, la vanagloria lo puede arrastrar a su propia perdición. Cuando se encumbra por encima de sus semejantes, encuentra deleite en esa fantasía y desea que todos le teman y obedezcan. Las cosas extraordinarias que divaga de sí mismo lo conducen a que el mundo entero se incline conforme a sus deseos (The Elements of Law, parte I, cap. 9). Pero por causa de falsas pretensiones, errores, ignorancia y otros, surgen innumerables amarguras y matanzas (De cive, prefacio). Los escarmientos recibidos nos hacen chocar con el mundo real y poner una valla a las pretensiones narcisistas humanas. Las heridas que se recibieron, sean físicas o emocionales, generan un mayor miedo a la agonía cruenta. La arrogancia tiene forzosamente que amainarse; es decir, la ira se atenúa por el temor de que otros nos dañen gravemente y, por tanto, la sensación de ser desairado hay que ponerla en el sótano (De homine, cap. 12, art. 4).

La conciencia del summum malum es el principio existencial fundante y capacita a los individuos para la construcción de un Estado con justicia, paz y prosperidad. En Hobbes da la tentación de compararlo, a pesar de sus marcadas diferencias, con alguna categoría de las filosofías de la existencia como “situación-límite”, “angustia”, “conmoción del hombre”, “fragilidad del ser”, “marcha anticipada hacia la muerte”, donde se arranca a partir de una vivencia “existencial”. El problema de la muerte y sobre cómo morir es algo que se ha discutido en todos los tiempos. En Hobbes el afrontar la defunción ominosa, constituye el eje que posibilita a los hombres la capacidad para despertar del mundo de ensueños vanos, afrontar situaciones inesperadas donde hubo daños corporales, pérdidas insustituibles o cualquier experiencia dolorosa (damnorum experientia), De cive, Prefacio.

Conclusión

Se pudo analizar que el summum malum, a pesar de ser en principio negativo y ser la antípoda del bien, al final termina siendo cognoscible, vivencial y significa una base necesaria para la construcción de un Estado-Leviatán. Por otra parte, el supremo bien es solo un espejismo, una quimera producto de la vanidad humana y nadie puede ser perpetuamente feliz en este mundo. A pesar de que los grandes filósofos de la Antigüedad postularon un bien máximo, Hobbes lo refuta con argumentos de peso. El miedo ante la propia muerte salvaje constituye el dínamo para la elaboración de un Estado que garantice la paz y la prosperidad. Lo negativo se termina convirtiendo en positivo y generando eficacia en la filosofía ética-política de Hobbes.

El extremo mal hobbesiano posee implicancias éticas y políticas. La vanidad ilimitada humana debe frenarse por el miedo al morir calamitoso. Esa conciencia conduce a un giro no solo personal, sino también en la conformación de un Estado que haga uso del miedo para disipar ese peligro.

El summum malum se convierte en una categoría pre-existencialista, un cambio de mentalidad para orientar la Existencia, al sentir el daño máximo que podríamos recibir ante la muerte trágica al no haber un Estado-Dios-mortal que cercene la inmodestia humana. En el estado de naturaleza la experiencia del extremo mal incide constructivamente, en última instancia, para asociarse y buscar una monarquía absoluta atemorizante.

Referencias

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* Licencido en Filosofía. Catedrático de la Universidad de Costa Rica. San José, Costa Rica. Correo electrónico: roberto.canas@ucr.ac.cr.