Edgar Allan Poe

 

Mi vida no ha sido más que capricho, ilusión, pasión, deseo de soledad, deprecio del presente, anhelo del porvenir…

E. A. Poe

Andrés Saborío-Bejarano* Así        como          nombrara     hace   una    década         en      el Acta         Académica número          28,          el       artículo        Artista         “Debravo:    Gloria          de      las     Letras Costarricenses del Siglo XX”, y volviendo esta vez a otro apreciado literato, bien se podría intitular este nuevo ensayo: “Poe: Gloria de las Letras Estadounidenses del Siglo XIX”.

Poeta, narrador y crítico norteamericano, es uno de los autores de mayor resonancia en el ámbito literario mundial. Su estilo literario requiere de un rígido proceso de deducción mental, se le considera el precursor de la novela policíaca, y como poeta, creador de una voz lírica de intenso ritmo musical, con la que logra transmitir estímulos destinados a originar una variedad enorme de emociones, con preocupación constante por

“lo raro y misterioso” y la búsqueda del Simbolismo, uno de los movimientos literarios más significativos de las letras europeas.

 

 

 

 

Andrés Gabriel de la Trinidad Saborío Bejarano. Artista polifacético dedicado exclusivamente a la creación musical, pictórica y literaria. Comparte esta actividad con la de pianista acompañante de cantantes e instrumentistas, Catedrático de la U.A.C.A., profesor de Apreciación Artística en la UNICA de Costa Rica, maestro de música en el Conservatorio de Castella, en la Escuela Municipal de Música de la Unión de Tres Ríos y Director de Estudio Privado de Enseñanza Artística H-61 (Apartado Postal 470-1000 San José-Costa Rica). Tel. 2272-1322. Nuevo correo electrónico: arteh61@hotmail.com.

De su obra son notables los cuentos de horror fantástico o policíacos, que tienen como personaje central al propio Poe, con su lucidez, sus instantes de alucinación y sus ideas ultraterrestres.

Edgar Allan Poe no solamente mantiene su enhiesta figura en la literatura universal como creador del género del cuento corto, sino también por sus poesías y sus ensayos estéticos, los que, es bueno aclararlo, se enraízan muy profundamente con los de

Coleridge, su alma gemela allende el Atlántico.

Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), fue un poeta británico que perteneció a la primera generación inglesa romántica, y luego, su pensamiento lo orientó hacia el idealismo.

A la conclusión que llego, después de todo este estudio de la producción literaria de Edgar Allan Poe, es que este autor no fue un individuo superficial ni mucho menos su literatura la realizó solo para llamar la atención ni hacerse el interesante, él fue una persona única, honesta, auténtica y consciente de su oficio “que vivió lo que escribió”, existió -o le tocó existir- en un mundo de fantasía macabra y en una realidad oscura y trágica.

Adjunto aquel “Epitafio a Poe”, escrito con asombro a su talento literario cuando era un infante, o sea, que mi admiración por este autor y su obra ha sido de toda la vida:

Posaba obsesionante / en la mente de este hombre / el brillo alucinante / del genio o del loco. / ¿Cuál nombre? / Poblaba y poseíalo, consumiendo / su pobre ser viciado por el alcohol, / que unos cuentos fue mintiendo / y convirtiéndolo no en sombra, sino en sol.

Edgar Allan Poe nació en Boston, Massachussets, el 19 de enero de 1809. Sus padres fueron David Poe Junior y Elizabeth Arnold, pareja de comediantes ambulantes, tuberculosos y alcoholizados.

Quedó huérfano antes de cumplir tres años de edad y fue recogido por una caritativa dama, Frances Keeling Valentine, esposa de un acaudalado comerciante, John Allan, matrimonio sin hijos que, aunque no lo adoptó oficialmente, lo trató como a un hijo legítimo.

Edgar fue a vivir a la ciudad de Richmond, Virginia. En 1815 marchó con su nueva familia a Inglaterra.

De regreso a Estados Unidos, en 1826, ingresó en la Universidad de Virginia donde fue excelente alumno, sin embargo, por problemas con su padre adoptivo se retiró.

En Boston publicó en 1827 su primer libro de poemas, Tamerlán.

La situación familiar se tornó muy tirante, y en 1827 abandonó el hogar. Se trasladó a Baltimore, y con el nombre de Edgar A. Perry se alistó en la Marina. Desgraciadamente, su madre adoptiva murió en 1829 y el joven de veinte años, quedó casi totalmente abandonado, pues su padre adoptivo nunca pudo entender la conducta de su espíritu artístico, hipersensible, voluntarioso, superdotado y rebelde.

Se aficiona a los juegos de azar, al alcohol, al opio, al láudano, a las mujeres y los duelos: entretenimientos muy propios, por otra parte, de la atmósfera de la época, pero de los que tampoco podrá deshacerse por el resto de su vida.

A los veinte años, Poe publicó sus primeros cuentos y poemas, los que fueron bien recibidos por la crítica.

Confesó su identidad a un oficial amigo, quien ayudó a que el señor Allan, lo apoyara en su deseo de ingresar en la Academia de West Point.

Pero tampoco en esta institución pudo concluir los estudios, pues, por negarse a obedecer órdenes, fue juzgado por una corte marcial y expulsado.

Pero no es sino hasta el año de 1833, es decir, cuando cuenta ya con 24 años, que obtiene el primer rendimiento concreto en sus tentativas literarias: gana los cincuenta dólares del concurso patrocinado por el Saturday Visiter, de Baltimore, con el relato Manuscrito hallado en una botella.

 

 

Enseguida pasa a trabajar como redactor del Southern Literary Messenger, de Richmond. Entre despidos y reintegros a su puesto, es ascendido a redactor jefe del citado diario.

En 1835 trabajó en un periódico de Richmond; entonces se trasladó a vivir con su tía Mary Clemm y su hija Virginia, y contrajo matrimonio con esta última en 1836.

Al cumplir los 20 años, su esposa Virginia presentó los primeros signos de la tuberculosis que la precipitaría a la tumba.

En 1838 se muda con su familia a Nueva York. Por ese tiempo publica Las aventuras de Arthur Gordon Pym.

Exasperado en Nueva York, se traslada a Filadelfia, donde colabora con el diario Gentleman’s Magazine, de W. Burton, en el cual publica varios de sus más célebres relatos, tales como “La caída de la casa Usher”, “William Wilson” y “Morella”.

Establecido otra vez en Nueva York, colabora con el New York

Sun y el Evening Mirror.

El 29 de enero de 1845, publica su famoso poema “The Raven” en el New York Evening Mirror.

De esta extraña poesía, morbosa, de intensos electismos, que conmovió al público desde entonces con enorme éxito para el poeta, nos ocuparemos al final del presente artículo.

En octubre de 1845, Poe se hace cargo absoluto del Broadway Journal de New York, y lo lleva un completo fracaso económico. Se acentúan los planos lacerantes y caóticos de su existencia. De igual modo se torna agobiante su largo itinerario a través de poblados y soledades. Su obra, sin embargo, crece notablemente, no solo en el campo de la narrativa, sino en los de la poesía y la crítica literaria.

En 1847, a los 25 años de edad, muere Virginia quien se había convertido en el refugio psicopático de la madre amante.

 

 

 

Edgar Allan queda desolado al morir su joven esposa y acentúa los ataques de hipocondría y el abuso del alcohol.

En vano quiso rehacer su hogar con mujeres mucho mayores que él, pero siempre el fracaso fue la respuesta.

Arrastrado por su desordenada vida, en medio de períodos de lucidez que le permitían dar interesantes conferencias filosófico- literarias, Poe, finalmente fue encontrado inconsciente en una de las calles de Baltimore y trasladado al Hospital de Washington donde lo atrapó la muerte en la madrugada del domingo 7 de octubre de 1849, a los 40 años de edad.

Edgar Allan Poe escribió muchísimos artículos periodísticos. Entre sus obras literarias están Tamerlán, El Aaraaf, Poesías, El cuervo, A Elena, Anabel Lee, Las campanas, Eureka, Aventuras de Arthur Gordon Pym, Primer libro del conquiliólogo, Narraciones extraordinarias, Cuentos de lo grotesco y lo arabesco.

Las fantasías literario-filosóficas (Eureka, 1848) y las disquisiciones teóricas sobre la imaginación (The Philosophy of Composition, 1846; The Poetic Principle, 1850) ejercieron también gran influjo. Admirado por los simbolistas franceses -Baudelaire, Mallarmé y Valéry-, ha tenido en el mundo anglosajón numerosos críticos.

En 1840 aparecieron los Tales of the Grotesque and Arabesque; como se anotó, de 1845 es The Raven and Other Poems. Entre los relatos más conocidos descuellan “The Narrative of Arthur Gordon Pym” (1837), “The Fall of the House of Usher” (1840), “The Murders in the Rue Morgue” (1840) y “The Cash of Amontillado”

(1842). Los directores cinematográficos J. Epstein, hacia 1927, y Roger Corman en películas relativamente recientes han adaptado algunas de estas historias.

Del libro El escarabajo de oro y otros cuentos de E. A. Poe, editado por la Editorial Costa Rica en 1976 y con traducción y prólogo de Julio Cortázar, uno de los grandes novelistas latinoamericanos del siglo XX, este anotó:

 

 

Poe comprendió que la eficacia de un cuento depende de su intensidad como acaecimiento puro, es decir, que todo comentario al acaecimiento en sí (y que en forma de descripciones preparatorias, diálogos marginales, consideraciones a posteriori alimentan el cuerpo de una novela y de un mal cuento) debe ser radicalmente suprimido. Cada palabra debe confluir, concurrir al acaecimiento a la cosa que ocurre, y esta cosa que ocurre debe ser solo acaecimiento y no alegoría (como en muchos cuentos de Hawthorne, por ejemplo) o pretexto para generalizaciones psicológicas, éticas o didácticas.

Un cuento es una máquina literaria de crear interés. Es absolutamente literario, y si deja de serlo como, por ejemplo, en la literatura de tesis, se convierte en vehículo literario de un efecto extraliterario, es decir, que deja de ser un cuento en el antiquísimo sentido de la palabra.

La cosa que ocurre debe ser intensa. Aquí Poe no se planteó estériles cuestiones de fondo y forma; era demasiado lúcido como para no advertir que un cuento es un organismo, un ser que respira y late, y que su vida consiste -como la muestra- en un núcleo animado inseparable de sus manifestaciones.

Corazón y latido no son dos cosas, sino dos palabras. Un corazón vivo late, un latir es un corazón que vive. La intensidad del cuento es ese latir de su sustancia, que solo se explica por la sustancia, así como esta solo es lo que es por el latido. Por eso al hablar de intensidad no debe entenderse la obligación de que el cuento contenga sucesos desaforadamente intensos en un sentido fáctico.

¿Qué ocurre en “El demonio de la perversidad”? Un hombre cede a la necesidad de confesar su crimen, y confiesa; casos así se dan con frecuencia. Pero solo los Poe y los Dostoievsky alcanzan a situar sus relatos en el plano esencial y por ende efectivo. Si un tema semejante no nace o se apoya en la estructura más profunda

del hombre, no tendrá intensidad y su mostración literaria será

 

 

inefectiva. Ciertos cuentos serán intensos porque enfrentan al hombre con su circunstancia en conflictos trágicos, de máxima tensión (como en “Un descenso al Maelström”, “Gordon Pym”, “Manuscrito hallado en una botella), o porque ponen en escena seres donde se concentran ciertas facultades en su punto más alto

(el razonador infalible, en “Los crímenes de la calle Morgue”), ciertas fatalidades misteriosas (“Los héroes de Ligeia”, “Berenice”, “La caída de la casa Usher”), ciertas conjeturas sobrenaturales

(como    “El    coloquio    de    Monos    y    Una”,    y    “La    conversación     de

Eiros y Charmion”), cierto heroísmo en la procura de un fin (Hans Pfaall, Pym, Von Kempelen). Sin riesgo de errar, puede decirse que todos los cuentos de Poe ahincados en la memoria universal traducen alguna de estas circunstancias. El resto de su obra de ficción, en la que queda mucho de interesante y agradable, está por debajo de ese nivel, y no hay talento verbal ni ingenio técnico que salven de la medianía a un cuento sin intensidad.

Poe es el primero en aplicar sistemáticamente (y no solo al azar de la intuición, como los cuentistas de su tiempo) este criterio que en el fondo es un criterio de economía, de estructura funcional. En el cuento va a ocurrir algo, y ese algo será intenso. Todo rodeo es innecesario siempre que no sea un falso rodeo, es decir, una aparente digresión por medio de la cual el cuentista nos atrapa desde la primera frase y nos predispone para que recibamos de lleno el impacto del suceso. Así, “El demonio de la perversidad” empieza discursivamente, pero a las dos frases ya lo sentimos venir a Poe, no podemos interrumpir el acercamiento inevitable del drama. En otros cuentos (“El pozo y el péndulo”, “El corazón delator”) la entrada en materia es fulminante, brutal. Su economía es de las que sorprenden en tiempos de literatura difusa, cuando el neoclasicismo invitaba a explayar ideas e ingenio so pretexto de cualquier tema, multiplicando las digresiones, y la influencia romántica inducía a efusiones incontroladas y carentes de toda vertebración. Los cuentistas de la época no tenían otra maestra que la novela, que lo es pésima fuera de su ámbito propio. Poe acierta desde el comienzo: “Berenice”, “Metzengerstein”, sus primeros cuentos, son ya perfectos de fuerza, de exacta articulación entre las partes, son la máquina eficaz que él postulaba y quería.

 

 

Mucho se ha elogiado a Poe por su creación de ambientes. Hay que pensar en otros altos maestros del género -Chéjov, Villiers de I’Isle Adam, Henry James, Kipling, Kafka- para encontrar a sus pares en la elaboración de esa propiedad como magnética de los grandes cuentos. La aptitud de Poe para meternos en un cuento como se entra en una casa, sintiendo inmediatamente los múltiples influjos de sus formas, colores, muebles, ventanas, objetos, sonidos y olores, nace de la concepción que acabamos de mostrar. La economía no es allí solo una cuestión de tema, de ceñir el episodio en su meollo, sino de hacerlo coincidir con su expresión verbal, ciñéndola a la vez para que no se exceda de sus límites. Poe busca que lo que dice sea presencia de la cosa dicha y no discurso sobre la cosa. En sus mejores cuentos el método es francamente poético: fondo y forma dejan de tener sentido como tales. En “El tonel de amontillado”, “El corazón delator”, “Berenice”, “Hop-frog” y tantos más, el ambiente resulta de la eliminación casi absoluta de puentes, de presentaciones y retratos; se nos pone en el drama, se nos hace leer el cuento como si estuviéramos dentro. Poe no es nunca un cronista; sus mejores cuentos son ventanas, agujeros de palabras. Para él, un ambiente no hace como un halo de lo que sucede, sino que forma cuerpo con el suceso mismo y a veces es el suceso.

En otros cuentos –“Ligeia”, “William Wilson”, “El escarabajo de oro”- el curso temático se repite en el marco tonal, en el escenario. “William Wilson” es un cuento relativamente extenso, pues comprende una vida desde la infancia hasta la virilidad; empero, el tono de los primeros párrafos es tal que excita en el lector un sentimiento de aceleración (creando el deseo de saber la verdad) y le hace leer el cuento en un tiempo mental inferior al tiempo físico que insume la lectura. En cuanto a “El escarabajo de oro”, todo lector ha de recordar cómo lo leyó en su día. El ritmo de los relatos está tan adecuado al ritmo de los sucesos, que su economía no es una cuestión de obligatoria brevedad (aunque tienda a eso), sino de perfecta coherencia entre duración e intensidad. Nunca hay allí peligro de un anticlímax por desajuste técnico.

 

 

 

“Trent” y “Erskine” señalan los límites de la concepción excesivamente mecánica con que suele estimarse el método narrativo de Poe. Es evidente que sus relatos buscan un efecto, para lo cual Poe se propone aplicar un determinado principio cuyo cumplimiento provocará la reacción buscada en el lector.

En “Morella” el epígrafe de Platón se cumple en la reencarnación del alma de la heroína; “Ligeia” corporiza una afirmación de Glanville; “El tonel de amontillado” parte de la premisa de que la venganza no debe dañar al vengador, y que la víctima ha de saber de quién procede el desquite; “Un descenso al Maelström” ilustra los beneficios de un principio de Arquímedes. Basándose en esto es fácil adjudicar a Poe un método narrativo puramente técnico, donde la fantasía basta para crear una seudo-realidad en cuyo escenario se cumple el principio.

Pero estas objeciones al método de Poe suelen hacerse cuando se le ha leído hace tiempo. De hecho, si cada cuento empieza por interesar la inteligencia, termina apoderándose del alma. En el curso de la lectura no podemos evitar una profunda experiencia emocional… Decir, pues, que el arte de Poe está alejado de la experiencia equivale a olvidar que siempre apoya sus dedos sobre algún nervio sensible en el espíritu del lector.

Y Robert Louis Stevenson, aludiendo a nuestra participación involuntaria en el drama, escribe:

A veces, en lugar de decir: Sí, así sería yo si estuviera un poco más loco de lo que he estado nunca, podemos decir francamente: Esto es lo que soy.

Quizá con estas observaciones pueda cerrarse la parte doctrinaria que Poe concibe y aplica en sus cuentos. Pero inmediatamente se nos abre un terreno mucho más amplio y complejo, terra incognita, donde hay que moverse entre intuiciones y conjeturas, donde se hallan los elementos profundos que, mucho más que todo lo visto, dan a ciertos cuentos de Poe su inconfundible tonalidad, su resonancia y su prestigio.

 

 

 

Dejando de lado las narraciones secundarias (muchos cuentos fueron escritos para llenar columnas de una revista, para ganar unos dólares en momentos de terrible miseria) y ateniéndonos a los relatos maestros, que por lo demás están en amplia mayoría, es fácil advertir que los temas poeianos nacen de las tendencias peculiares de su naturaleza, y que en todos ellos la imaginación y la fantasía creadoras trabajan sobre una materia primordial, un producto inconsciente. Este material, que se impone irresistiblemente a Poe y le da el cuento, proporcionándole en un solo acto la necesidad de escribirlo y la raíz del tema, habrá de presentársele en forma de sueños, alucinaciones, ideas obsesivas, y la influencia del alcohol y, sobre todo, la del opio, facilitarán su irrupción en el plano consciente, así como su apariencia (para él, en quien se advierte una voluntad desesperada de engañarse) de hallazgos imaginativos, de productos de la idealidad o facultad creadora. De esta manera una obsesión necrofílica esbozada en “Morella” habrá de repetirse hasta alcanzar toda su fuerza en “Ligeia”, pasando por los múltiples matices y formas de “Berenice”, “Eleonora”, “La caída de la casa Usher”, “El entierro prematuro”, “El retrato oval”, “Los hechos en el caso del señor Valdemar”, “La caja oblonga”, “El corazón delator”, “El tonel de amontillado”, “El coloquio de Monos y Una”, “Revelación mesmérica” y “Silencio”. Una tendencia sádica acompañará a veces la obsesión necrofílica, como en “Berenice”, o buscará formas donde manifestarse al desnudo, como en “El gato negro”, ciertos episodios de “Gordon Pym” y “El aliento perdido”.

El desquite de la inferioridad determinada por inhibiciones e inadaptaciones asomará con distintos disfraces: a veces será el analista infalible que contempla con desdén el mediocre mecanismo mental de sus semejantes, tal como Dupin se burla del prefecto de policía en “La carta robada”; a veces será el orgulloso como Metzengerstein; el astuto, como Montresor y Hop-Frog; el bromista, como Hans Pfaall y el barón Ritzner Von Jung.

Las obsesiones fundamentales -de las que no tenemos porqué ocuparnos clínicamente y en detalle- aparecen en los cuentos de Poe reflejándose entre ellas, contradiciéndose en apariencia y dando casi siempre una impresión de fantasía e imaginación teñidas por

 

una tendencia a los detalles gruesos, a las descripciones macabras. Los contemporáneos lo vieron así, porque estaban familiarizados con el género gótico, y probablemente Poe no pensaba otra cosa sobre sí mismo. Solo hoy puede apreciarse la parte de creación y la parte de imposición que hay en sus cuentos.

En “Los crímenes de la calle Morgue”, donde surge por primera vez el cuento analítico, de fría y objetiva indagación racional, nadie dejará de notar que el análisis se aplica a uno de los episodios más llenos de sadismo y más macabros que quepa imaginar. Mientras

“Dupin-Poe” planea en las alturas del raciocinio puro, su tema es el de un cadáver de mujer metido cabeza abajo y a empujones en un cañón de chimenea y el de otra degollada y destrozada hasta quedar irreconocible. Pocas veces se dejó llevar Poe más lejos por su detectación en la crueldad. Y el relato paralelo, “El misterio de Marie Rogêt”, abunda asimismo en minuciosas descripciones de cadáveres de ahogados y en una demorada complacencia por la escena donde se ha cumplido una violación seguida de asesinato. Esto prueba una doble satisfacción neurótica, la del impulso obsesivo en sí y la de la tendencia razonante y analítica propia del neurótico.

Krutch ha señalado que si Poe creyó sinceramente que sus cuentos analíticos contrabalanceaban y compensaban la serie de los relatos obsesivos, se equivocaba por completo, pues su manía analítica (presente en sus críticas, su gusto por la criptografía, y en “Eureka”) no es más que el reconocimiento tácito de su neurosis, una superestructura destinada a comentarla en un plano aparentemente libre de toda influencia inconsciente.

No dudamos de que Krutch y los que opinan como él estén parcialmente en lo cierto. Es verdad que ni siquiera en los cuentos analíticos se salva Poe de sus peores obsesiones. Pero nos limitaremos a preguntar si la neurosis -presente, según estos críticos, en el fondo y en la forma de los cuentos, en su tema y en su técnica- basta para explicar su efecto sobre el lector, su existencia como literatura válida. Los neuróticos capaces de razonar acerca de sus obsesiones son legión, pero no escriben

“El hombre de la multitud” ni “El demonio de la perversidad”.

 

Pueden, es cierto, proporcionarnos fragmentos de poesía pura, de desborde inconsciente que nos acerca por un momento a las larvas, al balbuceo original de eso que llamamos alma o corazón o cualquier otra cosa convenida. Así “Aurelia”, de Gérard de Nerval, así tanto poema de Antonin Artaud, así la autobiografía, de Leonora Carrington. Pero esos neuróticos, esos monomaníacos, esos locos, no son cuentistas, no saben ser cuentistas, porque un cuento es una obra de arte y no un poema, es literatura y no poesía.

Ya parece tiempo de decir con cierto énfasis a los clínicos de Poe, que si este no puede huir de sus obsesiones, que se manifiestan en todos los planos de sus cuentos, aun los que él cree más independientes y más propios de su conciencia pura, no es menos cierto que posee la libertad más extraordinaria que se pueda dar a un hombre: la de encauzar, dirigir, informar conscientemente las fuerzas desatadas de su inconsciente. En vez de ceder a ellas en el plano expresivo, las sitúa, jerarquiza, ordena; las aprovecha, las convierte en literatura, las distingue del documento psiquiátrico. Y esto salva al cuento, lo crea como cuento, y prueba que el genio de Poe no tiene en última instancia nada que ver con su neurosis, que no es el genio enfermo, como se le ha llamado, sino que su genio goza de espléndida salud, al punto de ser el médico, el guardián y el psicopompo de su alma enferma.

A las imposiciones de su naturaleza Poe incorpora -condicionándolos- ciertos datos de su experiencia y sus lecturas. De estas últimas deriva a veces lo más reprobable de un vocabulario enfático heredado de novelones negros, presente en las primeras frases de “William Wilson” y en “La cita”. Habría que estudiar también la influencia en Poe de escritores como Charles Brockden Brown, pionero de la narrativa y la novela norteamericanas, autor de Wieland y de cuentos donde aparecen sonámbulos, ventrílocuos, locos y seres fronterizos.

De la experiencia directa surge el mar como grande y magnífico tema. De niño había cruzado Poe dos veces el océano, y el viaje de retorno debió grabarse con todos sus detalles en esa memoria ávida de hechos curiosos y fuera de lo trillado. Además

habría oído los sabrosos relatos marítimos de los capitanes que

 

comerciaban con su guardián John Allan. Por eso “Gordon Pym” contendrá pasajes de alta precisión en la nomenclatura y modalidades marítimas, y nada menos que un Joseph Conrad dirá de “Manuscrito hallado en una botella”, que … es un magnífico trabajo, lo más perfecto posible en su género, y tan auténtico en sus detalles que podría haber sido narrado por un marino…

Pero el realismo en Poe no existe como tal. En sus cuentos los detalles más concretos están siempre sometidos a la presión y al dominio del tema central, que no es realista. Ni siquiera “Gordon Pym”, empezado como mera novela de aventuras, escapa a ese sometimiento a las fuerzas profundas que rigen la narrativa de Poe; la aventura marítima acaba en un vislumbre aterrador de un mundo hostil y misterioso, para el cual ya no hay palabras posibles. No es de extrañar, pues, que la publicación de la primera serie de sus cuentos desconcertará a los críticos contemporáneos, y que estos buscaran una explicación de su morbosidad en supuestas influencias de la literatura fantástica alemana, con Hoffman a la cabeza. Defendiéndose contra este cargo (asaz infundado, en efecto), Poe escribió en el prólogo a Cuentos de lo grotesco y arabesco:

Con una única excepción, en todos estos relatos no hay ninguno donde el erudito pueda reconocer las características distintivas de esa especie de seudo-horror que se nos enseña a llamar alemán por la única razón de que algunos autores alemanes secundarios se han identificado con su insensatez. Si muchas de mis producciones han tenido como tesis el terror, sostengo que ese terror no viene de Alemania, sino del alma; que he deducido este terror tan solo de sus fuentes legítimas, y que lo he llevado tan solo a sus resultados legítimos.

La admisión es elocuente después de lo que acabamos de comentar. En vez de terror del alma debe leerse terror de mi alma; Poe incurre frecuentemente en este tipo de generalizaciones, a causa de su absoluta incapacidad para penetrar en el espíritu ajeno. Sus leyes le parecen leyes de la especie. Y, de una manera sutil, no se equivoca, pues sus cuentos nos atrapan por puentes analógicos, por su capacidad para despertar ecos y satisfacer

oscuras urgencias. De todas maneras esa esquizofrenia ilumina la

asombrosa incomunicación de su literatura con el mundo exterior. No se trata de que sustituya por un mundo fantástico, el mundo ordinario, como Kafka o Lord Dunsany, sino que en un decorado que peca por excesivo y sofocante (“Usher”, “La máscara de la muerte roja”) o por magro y esquemático (“Gordon Pym”), en un escenario que es siempre o casi siempre deformación del escenario humano, Poe coloca y mueve personajes por completo deshumanizados, seres que obedecen a leyes que no son las leyes usuales del hombre, sino sus mecanismos más infrecuentes, más especiales, más excepcionales. Por desconocer a sus semejantes, que dividía invariablemente en ángeles y demonios, ignora toda conducta y toda psicología normales. Solo sabe lo que ocurre en él, lo sabe clara y oscuramente, pero lo sabe. Es así cómo el terror de su alma se convierte en el del alma. Es así cómo, al principio de “El entierro prematuro”, podrá generalizar un sadismo que, indudablemente, sentía, diciendo:

Nos estremecemos con el más intenso de los “dolores agradables” ante los relatos del paso del Teresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé, o la asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Pozo Negro de Calcuta.

Da por sentado que todos sienten lo que él, y por eso moverá a sus personajes sin clara conciencia de que son distintos del común de los hombres, que son seres fronterizos cuyos intereses, pasiones y conductas constituyen lo excepcional a pesar de su repetición casi monótona.

De todas maneras no se deben olvidar las corrientes literarias. Los personajes de Poe llevan al límite la tendencia nocturna, melancólica, rebelde y marginal de los grandes héroes inventados por el romanticismo alemán, francés e inglés; con la diferencia de que éstos actúan por razones morales o pasionales que carecen de todo interés para Poe. La influencia precoz de Byron en su formación no se discute, y es evidente que las novelas góticas alemanas e inglesas, la poesía nocturna francesa y germánica, dejaron huellas en un temperamento ávidamente dispuesto a

compartir esa actitud romántica llena de contradicciones, pero

en donde las notas dominantes son el cultivo de la soledad por inadaptación y la búsqueda de absolutos. Si a esto se suma el retraimiento temprano en Poe de toda comunicación auténtica con los hombres, su continuo y exasperante choque con el mundo de los “demonios” y su refugio fácil en el de los “ángeles” encarnados, no será difícil explicarse esta total falta de interés y capacidad para mostrar caracteres normales, que se sustituyen por un mundo especial de conductas obsesivas, de monomanías, de seres condenados. Dice Van Wyck Brooks:

Desde los días de los alquimistas nadie ha tenido mayor conciencia de estar condenado. En sus páginas no se siente jamás el hálito de vida; ocurren crímenes que no repercuten en la conciencia humana, se oyen risas sin sonido, hay llantos sin lágrimas, belleza sin amor, amor sin hijos, los árboles crecen sin producir frutos, las flores no tienen fragancia… Es un mundo silencioso, frío, arrasado, lunático, estéril, un brezal del diablo. Y solo lo impregna una sensación de intolerable remordimiento.

Poe lo comprenderá y lo aceptará. La aceptación tácita la da la repetición hasta el cansancio de ciertos personajes y situaciones. Casi nadie se salva de caer en el molde típico. Arthur Gordon Pym, por ejemplo, hombre de acción destinado a vivir una extraordinaria aventura marina, confiesa a las pocas páginas que las aventuras con que soñaban sus amigos de adolescencia se le presentaban a él bajo formas horribles: hambre, motines, muertes, desastres espantosos, llevándolo a convencerse de que tal habría de ser su destino. Los trágicos eventos que van a agobiarlo en la realidad no sobrepasan esa previsión enfermiza, no pueden sorprender a Pym.

Por ahí se le ocurre a Poe escribir un cuento humorístico, y nace “El aliento perdido”, cuyo personaje sufre horrendas experiencias que acaban en un entierro en vida, pasando por la mesa de disección y la horca. Y en “Los anteojos”, si bien el horror no es físico, el pobre diablo de personaje se ve expuesto a un ridículo peor que la muerte. Poe no consigue mantener a nadie

en un camino normal, medio, aunque se lo proponga firmemente,

como a veces parece ser el caso. En la más desaprensiva y ligera de sus historias no tarda en asomar la sombra, sea horrible, grotesca o del peor ridículo; y el héroe tiene que incorporarse a la galería común y esa galería se parece mucho a los museos de figuras de cera.

Pero además de esta aceptación tácita de lo que su propia manera de ser le impone, Poe tratará de justificarla, de motivarla explícitamente. De ahí la recurrencia, en sus cuentos y sus notas críticas, de una frase de Bacon que le había impresionado profunda y explicablemente: No hay belleza exquisita sin algo extraño en las proporciones. La frase, que en “Ligeia” se aplica a la fisonomía de la heroína, valdrá en un sentido más general para ese como para tantos otros cuentos. Poe se inclina conscientemente ante un hecho cuya verdad se le ha impuesto desde otras dimensiones. Y nada le parecerá importante si no posee ese algo extraño en las proporciones, ese apartamiento de todo canon, de todo común denominador.

Ni siquiera en sus cuentos más vinculados por razones de anécdota con el mundo circundante pudo Poe salir de su solipsismo. Lo prueba la serie de sus relatos satíricos. Si trata de presentar a una marisabidilla de su tiempo, inventa a “Mars. Psyche Zenobia”, que no tiene un ápice de verdad psicológica y vale apenas como caricatura. El personaje de Thingum Bob, en el cuento que lleva su nombre, a pesar de contener elementos autobiográficos no pasa de ser una marioneta, si se lo compara con personajes análogos de la novela inglesa del siglo XVIII o XIX. Y la misma deficiencia se advierte en sus cuentos grotescos, como “El diablo en el campanario”, “Nunca apuestes tu cabeza al diablo” o “El duque de l’Omelette”. Esta inhumanidad de sus personajes ha de manifestarse además en un rasgo que acentúa su apartamiento de los cuadros ordinarios: me refiero a la falta de una sexualidad normal. No se trata de que los personajes no amen, pues con frecuencia su drama nace de la pasión amorosa.

Pero esta pasión no es un amor dentro de la dimensión erótica común, sino que se sitúa en planos de angelismo o satanismo, asume los rasgos propios del sádico, el masoquista y el necrófilo, escamotea todo proceso natural y lo sustituye por una pasión

que el héroe es el primero en no saber cómo calificar -cuando no calla- como Usher, aterrado por el peso de su culpa o su obsesión. El amor de Ligeia y su esposo está sepultado bajo telarañas metafísicas, y cuando Legeia muere y el viudo vuelve a casarse, odia de inmediato a su mujer con odio más digno de un demonio que de un hombre. Eleonora es como la sombra de Virginia Clemm (yo, mi prima y su madre), y apenas el amor nace en ella, la muerte se presenta inexorable e impide la consumación del matrimonio. Berenice es también prima del héroe, que dirá de ella palabras que ya no han de parecer extrañas:

En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos, en mí, nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia.

El héroe de Morella se casa con esta después de afirmar:

Desde nuestro primer encuentro mi alma ardió con fuego hasta entonces desconocido; pero el fuego no era de Eros, y amarga y torturadora para mi espíritu fue la convicción gradual de que en modo alguno podría definir su carácter insólito, o regular su vaga intensidad…

Y Usher, a quien podemos sospechar víctima de una pasión incestuosa, dejará que su hermana sufra enterrada viva, sin atreverse a hablar hasta el fin. En “El retrato oval”, el pintor se casa con una hermosa doncella, pero él tenía ya una prometida en el Arte. En la cita el amor no consumado lleva a los amantes a un doble suicidio que nace del despecho disfrazado de pasión.

En “La caja oblonga” un viudo desconsolado se entrega a un horrible ritual macabro. Y en “Los anteojos”, cuyo tema central es la historia de un enamorado, pocas veces se ha podido mostrar mayor ignorancia (aparte de la exageración deliberada) de lo que se está contando.

 

      Por donde se la mire, la obra narrativa de Poe está desprovista de verdadera pasión; lo que sus héroes toman por tal no pasa de

obsesiones, monomanías, fetichismos, complacencias sádico-

masoquistas. Privados de todo erotismo normal como impulso o fuerza integrante de su acción, los cuentos de Poe acusan solo sus formas larvadas o aberrantes. Resulta así curioso que varias generaciones hayan puesto esos cuentos en manos de los niños, al no advertir ningún signo exterior de inmoralidad. La literatura juega con frecuencia esas malas pasadas a las buenas gentes.

Pero he aquí que la misma incomunicación con la realidad de fuera se vuelve instrumento de poder en Poe. Sus cuentos tienen para nosotros la fascinación de los acuarios, de las bolas de cristal, donde, en el centro inalcanzable, hay una escena transparente y petrificada. Perfectas máquinas de producir efectos fulminantes, no quieren ser ese espejo que avanza por un camino, según vio Stendhal a la novela, sino esos espejos de tanto cuento de infancia que reflejan solo lo extraño, lo insólito, lo fatal. Poe puede prescindir del mundo en sus cuentos, desconocer la dimensión humana, ignorar la risa, la pasión de los corazones, los conflictos del carácter y la acción. Su propio mundo es tan variado y tan intenso, se adecua tan asombrosamente a la estructura del cuento como género literario, que cabe afirmar paradójicamente que, si él hubiera fingido todas sus incapacidades, hubiera obrado en legítima defensa de su obra, satisfactoriamente alcanzada en su dimensión propia y con recursos solo suyos. En el fondo sus enemigos de ayer y de hoy son enemigos de la literatura de ficción (¡y qué bien se aplica el término a los cuentos de Poe!), los ávidos de la tranche de vie, Poe entendió de otra manera la prosa creadora, porque estimaba diferentemente la vida, aparte de que no se hacía ilusiones sobre la perfectibilidad humana por vía literaria.

En un texto que no suele citarse (Marginalia, CCXXIV) se define admirablemente el mundo-acuario:

Los llamados personajes originales solo pueden ser elogiados críticamente como tales cuando presentan cualidades conocidas en la vida real, pero jamás descritas antes (combinación casi imposible), o cuando presentan cualidades (morales, físicas o ambas) que, aunque desconocidas o

hipotéticas, se adaptan tan hábilmente a las circunstancias

 

que las rodean que nuestro sentido de lo apropiado no se ofende, y nos ponemos a imaginar la razón por la cual esas cosas podrían haber sido, aunque seguimos seguros de que no son. Esta última especie de originalidad pertenece a la región más elevada de lo ideal.

Él supo adaptar sus personajes a las circunstancias, y viceversa, porque su genio de cuentista lo inducía a crear estructuras cerradas y completas; el mundo de Usher, el mundo de William Wilson, el mundo de M. Valdemar, cada uno es tan coherente y válido en sí mientras lo estamos viviendo, que nuestro sentido de lo apropiado no se ofende, y nos ponemos a imaginar la razón por la cual esas cosas podrían haber sido… Orgulloso, retraído, solitario, Poe echa al espacio los pequeños orbes de sus cuentos, apenas satélites de este planeta que no era el suyo y del que buscó librarse de la única manera que su genio se lo permitía.

Dice Roger C. Lewis:

En muchos lugares de China, cuando en verano se acercan las sombras de la noche, los ancianos del villorrio se sientan junto al camino y cuentan cuentos a la gente. Yo los escuchaba con gran interés. Por fin, hice la prueba con Poe, durante varias reuniones, y él me dio siempre popularidad. Nadie me contradijo ni pareció dudar. Para ellos era perfectamente natural. Pero me llamaron un “honorable, hermoso embustero” cuando les describí los rascacielos de

Nueva York.

Y así concluye este Prólogo sobre los cuentos de Poe, de Jules Florencio Cortázar, mejor conocido como Julio Cortázar, escritor e intelectual argentino nacido el 26 de agosto de 1914 en Bruselas

(Bélgica) y fallecido el 12 de febrero de 1984 en París (Francia).

Una investigadora de este autor -así como de grandes temas culturales tanto nacionales como internacionales-, fue la notable intelectual costarricense Virginia Zúñiga Tristán.

 

En este 2012, a 167 años de su publicación y aunque Edgar Allan Poe no lo dijo explícitamente, el poema El cuervo está dedicado a su cónyuge, Virginia, quien ya estaba muy grave de tuberculosis. El ave, es pues la muerte que viene a anunciarle al autor la próxima desaparición de su querida esposa.

El cuervo ha ejercido una enorme influencia en la lírica hispanoamericana. Así lo demuestra John E. Englekirk en su libro Edgar Allan Poe in Hispanic Literature (1934), tesis doctoral presentada en la Universidad de Northwestern y dirigida, nada menos, que por don Roberto Brenes Mesén.

Hasta 1960, se conocen 43 traducciones distintas al español de The Raven. Es posible que después de esta fecha, algún poeta más haya intentado la proeza que el venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde logró en 1887 pero lo dudamos, porque la poética contemporánea rechaza los recursos literarios que Poe usó, en forma avasalladora, en sus cuentos y poesías.

En 1867, el mexicano Ignacio Mariscal fue el primero que intentó traducir el poema al español, lo que resultó un fracaso; luego vinieron, Pérez Bonalde, José Martí (1880-1890?) cuya magnífica versión quedó incompleta y casi permanece desconocida; Isaías Gamboa, colombiano (1896), quien también fracasó; Enrique González Martínez, mexicano (1903), sin mucho éxito; Rafael Lozano en 1922 quien no logró superar a Pérez Bonalde; Agustín Aguilar Tejera y Francisco R. Ortega

(1929), intento fallido; el argentino Alberto L. von Schauenberg (1937), muy buena; su coterráneo, Carlos Obligado (1942), muy valiosa; Amable O’Connor d’Arlach, casi una copia espejo de la de von Schauenberg y la de Fernando Aguirre de Carcer, que es pobrísima. De los 43 intentos, citamos solamente 11 que son realmente los únicos que merecen mencionarse.

¿Qué extraña atracción tiene El cuervo para los poetas hispanoamericanos, incluyendo también a Darío? Posiblemente la respuesta se encuentra oculta en el mismo estilo de Poe: rimas consonantes finales e internas, aliteraciones, metáforas de intenso colorido, símiles audaces y atmósfera onírica y sobrenatural. Claro

está que el traductor no puede satisfacer todos estos aspectos literarios del texto inglés. Quizá se acercará a la obra maestra original y recreará una nueva en español. Eso lo logró Pérez Bonalde, aunque los críticos han sugerido el cambio del vocablo visita, en la primera estrofa, por visitante, lo cual parece más apropiado. Pero, en general, la traducción del poeta venezolano ha sido la mejor hasta el presente.

Colocándonos ya dentro del terreno de la lírica española, podemos asegurar que El cuervo de Pérez Bonalde es una magnífica creación en nuestra lengua con sus valores propios y digna representante del período romántico. En Costa Rica, este poema lo reprodujo don Joaquín García Monge en uno de sus libritos de la Colección El convicto; posteriormente fue publicado, hace unos 25 años en la revista Brecha. Por sus valores eternos, por su perfección formal y por su núcleo temático, la muerte, es estimulante que nos enfrentemos de nuevo a su lectura, si fuera posible, en voz alta, para así captar su musicalidad.

EL CUERVO

Traducción de J.A. Pérez Bonalde

Una fosca medianoche, cuando en tristes reflexiones sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones inclinaba soñoliento la cabeza, de repente / a mi puerta oí llamar: / como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta mano tímida a tocar: / ¡Es -me dije- una visita que llamando está a mi puerta: / eso es todo, y nada más!

¡Ah! Bien claro lo recuerdo: era el crudo mes del hielo, y su espectro cada brasa moribunda enviaba al suelo. Cuán ansioso el nuevo día deseaba, en la lectura / procurando en vano hallar / tregua a la honda desventura de la muerte de Leonora, / la radiante, la sin par / virgen pura a quien Leonora los querubes llaman hora / ya sin nombre… ¡nunca más!

 

 

Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras me aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras, de tal modo, que el latido de

mi pecho palpitante / procurando dominar / “Es sin duda, un visitante -repetía con instancia- / que a mi alcoba quiere entrar; / un tardío visitante a las puertas de mi estancia… / eso es todo, ¡y nada más!

Paso a paso, fuerza y bríos / fue mi espíritu cobrando, / Caballero -dije, o dama; / mil perdones os demando: / mas, el caso es que dormía, / y con tanta gentileza / me vinisteis a llamar, / y con tal delicadeza / y tan tímida constancia / os pusisteis a tocar / que no oí -dije-, y las puertas / abrí al punto de mi estancia; / ¡Sombras solo y… / nada más!

Mudo, trémulo, en la sombra por mirar haciendo empeños, quedé allí, cual antes nadie lo soñó, forjando sueños; más profundo era el silencio, y la calma no acusaba / ruido alguno… Resonar / solo un nombre se escuchaba que en voz baja a aquella hora / yo me puse a murmurar, / y que el eco repetía como un soplo: ¡Leonora…! / ¡Esto apenas!, ¡nada más!

A mi alcoba retornando con el alma en turbulencia, pronto oí llamar de nuevo esta vez con más violencia: De seguro -dije-, es algo que se posa en mi persiana; / pues, veamos de encontrar / la razón abierta y llana de este caso raro y serio / y el enigma averiguar.

¡Corazón! Calma un instante y aclaremos el misterio… / ¡-Es el viento- y nada más!

La ventana abrí -y con rítmico aleteo y garbo extraño entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño. Sin pararse ni un instante ni señales dar de susto, / con aspecto señorial, / fue a posarse sobre un busto de Minerva que ornamenta / de mi puerta el cabezal; / sobre el busto que de Palas la figura representa, / fue y posóse- ¡Y nada más!

Trocó entonces el negro pájaro en sonrisas mi tristeza con su grave, torva y seria decorosa gentileza; y dije: Aunque la cresta calva llevas, de seguro / no eres cuervo nocturnal, / viejo, infausto cuervo obscuro, vagabundo en la tiniebla… / Dime: “¿cuál es tu nombre, cuál

/ en el reino plutoniano de la noche y de la niebla…?” / Dijo el cuervo: Nunca más.

Asombrado quedé oyendo así hablar al avechucho, si bien su árida respuesta no expresaba poco o mucho; pues preciso es, convengamos, en que nunca hubo criatura / que lograse contemplar / ave alguna en la moldura de su puerta encaramada, / ave o bruto reposar / sobre efigie en la cornisa de su puerta, cincelada, / con tal nombre: ¡Nunca más!

Mas el cuervo, fijo, inmóvil, en la grave efigie aquella, solo dijo esa palabra, cual si su alma fuese en ella vinculada, ni una pluma sacudía, ni un acento / se le oía pronunciar… / Dije entonces al momento: Ya otros antes se han marchado, / y a la aurora al despuntar, / él también se irá volando cual mis sueños han volado. / Dijo el cuervo: ¡Nunca más!

Por respuesta tan abrupta como justa sorprendido, No hay ya duda alguna –dije-, lo que dice es aprendido; aprendido de algún amo desdichoso a quien la suerte / persiguiera sin cesar, / persiguiera hasta la muerte, hasta el punto de, en su duelo, / sus canciones terminar, / y el clamor de la esperanza con el triste ritornelo de jamás, ¡y nunca más!

Mas el cuervo, provocando mi alma triste a la sonrisa, mi sillón rodé hasta frente al ave, al busto, a la cornisa; luego hundiéndome en la seda, fantasía y fantasía / dime entonces a juntar, / por saber qué pretendía aquel pájaro ominoso / de un pasado inmemorial, / aquel hosco, torvo, infausto, cuervo lúgubre y odioso / al graznar: ¡Nunca jamás!

Quedé aquesto, investigando frente al cuervo en honda calma, cuyos ojos encendidos me abrasaban pecho y alma. Esto y más -sobre cojines reclinado- con anhelo / me empeñaba en descifrar, / sobre el rojo terciopelo do imprimía viva huella / luminoso mi fanal- / terciopelo cuya púrpura ¡Ay!, jamás volverá ella / a oprimir. ¡Ah! ¡Nunca más!

Parecióme el aire entonces, / por incógnito incensario / que un querube columpiase / de mi alcoba en el santuario, / perfumado. Miserable ser -me dije-, Dios te ha oído, / y por medio angelical, / tregua, tregua y el olvido del recuerdo de Leonora te ha venido hoy a brindar: / ¡Bebe!, bebe ese nepente, y así todo olvida ahora / dijo el cuervo: ¡Nunca

 

más! / Eh, profeta –dije-, o duende / mas profeta al fin, ya seas / ave o diablo- ya te envíe / la tormenta, ya te veas / por los ábregos barrido a esta playa / desolado / pero intrépido a este hogar / por los males devastado / dime, dime, te lo imploro: / ¿Llegaré jamás a hallar / algún bálsamo o consuelo para el mal que triste lloro? / Dijo el cuervo: ¡Nunca más!

¡Oh, profeta –dije-, o diablo! Por ese ancho combo velo de zafir que nos cobija, por el mismo Dios del Cielo a quien ambos adoramos, dile a este alma adolorida, / presa infausta del pesar, / si jamás en otra vida la doncella arrobadora / a mi seno he de estrechar, / la alma virgen a quien llaman los arcángeles Leonora! / Dijo el cuervo: ¡Nunca más!

Esa voz / oh, cuervo, sea / la señal / de la partida, / grité alzándome: -Retorna, / vuelve a su hórrida guarida, / la plutónica ribera de la noche y de la bruma…! / de tu horrenda falsedad / en memoria, ni una pluma dejes, negra. ¡El busto deja! / ¡Deja en paz mi soledad! / Quita el pico de mi pecho. De mi umbral tu forma aleja… / Dijo el cuervo: ¡Nunca más!

Y aun el cuervo inmóvil, fijo, sigue fijo en la escultura, sobre el busto que ornamenta de mi puerta la moldura… y sus ojos son los ojos de un demonio, que durmiendo, / las visiones ve del mal; / y la luz sobre él cayendo, sobre el suelo arroja trunco / su ancha sombra funeral, / y mi alma de esa sombra que en el suelo flota… ¡nunca / se alzará… nunca jamás!

La muerte de una mujer hermosa es sin duda el tema más poético del mundo. E.A. Poe