La inflación jurídica
Federico Malavassi-Calvo *
Resumen
Se da un exceso de leyes, exceso producido por presiones que crean urgencias no siempre justificadas. El resultado es abultamiento de leyes muchas de ellas elaboradas bajo presión que crean un ambiente jurídico lleno de innecesarias dificultades y un cierto menosprecio ciudadano por la ley.
Palabras claves: inflación – pérdida de valor - presión en pro de legislar –muchas leyes de mala calidad – ciudadano víctima del exceso de leyes.
Cuando hay un exceso de dinero, este pierde su valor. Es como echarle agua a la leche, aunque parezca que hay más en realidad se descompuso, vale menos y solo sirve para engañar.
Licenciado en Derecho (UCR), Abogado litigante, Notario Público. Licentia Docendi y Cathedraticum (UACA).Profesor de Derecho Constitucional y Filosofía del Derecho. Presidente de ANFE (Asociación Nacional de Fomento Económico) en varios períodos. Maestrescuela del Colegio afiliado a la UACA Stvdivm Generale Costarricense de 1995 a 2001. Presidente de la Fundación Universidad Autónoma de Centro América. Autor de centenas de artículos en la prensa nacional, artículos especializados en revistas académicas y algunas obras individuales y colectivas. Diputado en el período 2002-2006. Vicepresidente del Directorio de la Asamblea Legislativa en las legislaturas 2002 y 2003. Candidato a Presidente por el Partido Movimiento Libertario (1998).
A mí me gusta poner el ejemplo de echarle agua a la gasolina. ¿Por qué? Porque el típico ejemplo de echarle agua a la sopa parece que no impresiona a nadie en nuestro medio. Lo miran como una buena solución, como lo que haría la abuela si le llegan visitas imprevistas a la hora de comer. A muchos les parece casi un acto de caridad. En cambio, si para satisfacer a más personas echamos agua a la gasolina, entonces es claro que la echamos a perder, que la degradamos, que aunque tengamos más volumen más bien la convertimos en una sustancia inservible.
Quizás por este motivo, que llamaríamos psicosociológico, es que han fracasado algunas explicaciones que intentan prevenirnos contra la inflación monetaria. Tal vez, cuando hablamos de la emisión inorgánica algunos (o más bien muchos) crean que es como un acto de beneficencia imprimir más billetes y repartirlos entre la gente. De inmediato, a no dudarlo, considerarían muy hermoso quitarle a unos (los que tienen el dinero bueno) un poco de su valor, imprimiendo nuevos billetes para otros que no tienen nada. ¿Caridad estatal? Incluso, estoy tentado a pensar que entre más se explica la inflación recurriendo al ejemplo de echarle agua a la sopa, más convencidos quedan algunos de que no puede ser tan malo eso de hacer más plata, repartirla y hacer obra pública, dársela a la gente con necesidades y hacer una redistribución. Me da la impresión de que la mente de algunos queda congelada en la posibilidad de un Banco Central imprimiendo billetes para hacer el bien, repartir, distribuir y dar posibilidad a un Estado paternal de hacer más cosas por los que menos tienen. Es una mentalidad que se queda en esa escena de una máquina haciendo billetes y repartiendo.
A fuerza de repetir tal ejemplo, más bien se ha hecho propaganda al mal actuar, al
Estado paternalista y a la falsa idea de redistribución que hay tras la crítica a la emisión inorgánica que toma como ejemplo y figura la familiar y cálida vivencia de una buena abuela echando amorosamente más agua a la sopa, de una bienintencionada viejita que así satisface la necesidad de compartir su caldo entre más comensales, de darle a todos con amor del mismo pucherito
Y ¡claro!, una vez secuestrada la imaginación en esta escena de la abuela echándole agua a la sopa, ojalá en un fogón y con una irreprochable y cariñosa intención, se nos cae toda la fuerza argumentativa contra el Estado malhechor que desgracia a toda la sociedad. Ya agotamos las posibilidades de algunos de seguirnos en la argumentación contra la inflación y de entender por qué se empobrecen las sociedades, porqué se desposiciona el desempeño económico, porqué ello afecta más a los más pobres y porqué más bien los que gozan de bienes de fortuna vadean la inflación sin siquiera mojarse los pantalones.
Por tal motivo, también me gusta pasar muy rápidamente al argumento de que mediante la inflación lo que sucede, ni más ni menos, es que al trabajador se le roba su vida. ¡Sí, su vida! Porque el trabajador que labora por cuenta ajena, como la mayoría, entrega su tiempo (su trabajo, su pensamiento, su acción) a cambio de dinero. Cuando le pagan dinero por su vida (su tiempo, su trabajo, su pensamiento, su habilidad, su destreza, su acción) y mediante la inflación le roban el valor al dinero (le dan nominalmente lo mismo, pero el valor intrínseco ha sido robado mediante la traicionera inflación), entonces le están robando su vida.
Reitero, si le pagan con dinero por su tiempo, si al dinero le arrebatan su valor mediante la emisión inorgánica, entonces al trabajador le roban su vida cuando le pagan con dinero que está afectado por la inflación.
Además, aunque no se crea, le meten un ingrediente de angustia a lo que le queda de vida. La economía bajo inflación empieza como una carrera suave: los precios van subiendo sostenidamente (en realidad el dinero va bajando de valor), entonces se empieza a sentir como no alcanza. En algunos estados hacen ajuste de salarios, pero luego viene el ajuste de precios. El trabajador recibe más dinero, pero esa cantidad mayor de dinero compra menos que antes. Y así va poco a poco el padre de familia, la madre
que administra, el joven que quiere salir adelante, sufriendo la
inalcanzable carrera de los precios. Cada día gana más, salarios nominalmente grandiosos, pero cada día le alcanza para menos. Tal situación es desmoralizante y causa mucha angustia. Cuando se cae en la espiral inflacionaria, entonces hay desesperación.
En el libro La hora 25 de Virgil Georgiu, el protagonista Ian Moritz sufre asfixia en un camión hacinado de prisioneros que van encerrados de pie. En su desesperación, envidia a los más altos, porque aprecia que ellos tienen la nariz más arriba y le parece que al menos pueden tomar el aire mejor que él, que va comprimido en el tumulto. Algo así suele pasar cuando una sociedad sufre la inflación, pues casi todos pierden, pero algunos sienten que los de más arriba la pasan un tanto mejor. Ello es parcialmente cierto, por cuanto quienes tienen cómo defenderse (productores de bienes necesarios, los grupos que reciben pagos del exterior en moneda buena, quienes no necesitan mucho del ingreso diario y quienes tienen bienes de fortuna) pueden pasarla mucho mejor que quienes dependen de su ingreso salarial o de un pago muy limitado (jubilados con el régimen común, a quienes la pensión se le encoge). Incluso hay quienes hasta podrán aprovecharse de la situación, prestando dinero a altas tasas de interés o aprovechándose de sus ingresos en moneda fuerte. Algunos se aprovechan de sus puestos públicos para tomar ventaja, pues la actualización de salarios o ingresos, frente a quienes no lo logran oportunamente, también es causa del progreso de algunos grupos frente al deterioro de otros.
Y, con mejores ejemplos que echarle agua a la sopa, quisiera pasar a proyectar el fenómeno de la inflación monetaria al campo jurídico.
Tengo la certeza de que el Derecho tiene como propósito fundamental servir para la factibilidad de la vida social, para hacer posible que vivamos en sociedad. Quizás sus primeros promotores ni entendieron el asunto, pero hicieron un gran invento. Basados en que el ser humano goza de logos (cfr. La Política, Aristóteles), palabra y razón, los primeros seres humanos construyeron las sociedades humanas haciendo normas, manteniendo costumbres y tradiciones y prácticas que consideraban indispensables para la supervivencia del grupo.
Supongo que iban de ensayo y error consolidando las prácticas en que suponían que radicaba la necesidad social. No había mucha deliberación, quizás solo un sentido común, una suposición práctica, alguna experiencia, quizás algún conocimiento y, por supuesto, alguna conveniencia (quizás personal, para no olvidar a James Buchanan: teoría de la elección pública). Así se fue haciendo el Derecho en lo que algunos historiadores han denominado la costumbre indiferenciada, sin un gran concepto ético de lo que hacían, sin consideraciones teleológicas y sin sistema. Era algo más bien casuístico. ¿Buscando la Justicia? Al principio ni sabían qué era. ¿La Equidad? Mucho menos, que para los filósofos del Derecho es más bien un correctivo de la Justicia. Su gestación, creación y devenir pueden compararse al del lenguaje. La gente lo va hablando sin saber que construye un idioma o que formula reglas para expresarse, sin buscar otro fin que comunicarse. Así igual con el Derecho, se va construyendo para solucionar situaciones, posibilitar la vida en sociedad y mantener las prácticas que coadyuvan a ello.
En la actualidad presumimos que las normas jurídicasconforman un
Ordenamiento Jurídico, que son sistémicas, que satisfacen integralmente la Justicia, la Equidad, los Pactos Internacionales de Derechos, que aspiran a mejorar a los pueblos, a encarnar valores fundamentales y a construir una mejor sociedad. Incluso, se ha vendido la idea de que la construcción y emisión del Derecho se hace en un proceso aséptico, que responde a necesidades sociales estudiadas, separadas de otras consideraciones e intereses. Algunos autores, incluso, insisten en que más bien conviven varios Ordenamientos (ramos y no ramas del Derecho) y que todos ellos tienen características propias de un sistema (sus propias fuentes de Derecho, sus reglas de interpretación, sus principios generales).
Además, hemos ligado los conceptos de soberanía y desempeño de las jurisdicciones a un ideal del Derecho, que suponemos armónico, completo y eficiente. Quizás la realidad no sea así y tal vez sigamos con la práctica de la costumbre indiferenciada.
El Derecho ahora no lo proclama la revelación ni la inspiración de un iluminado, tampoco lo construye un rey legislador ni el capricho de tradiciones protegidas por un brujo. Se supone que lo discuten y deliberan cuerpos legislativos, a la luz de la publicidad y con la asesoría de estudiosos y la posibilidad de veto y eventual revisión de constitucionalidad.
Sin embargo, tal vez sigamos en las mismas que los antiguos si no peor.
Ambos bienes sociales, Derecho y moneda, tienen gran utilidad.
La moneda (el dinero) ha contribuido notablemente en el desarrollo de la
Humanidad. Ha incrementado el intercambio de bienes y servicios (comercio) y su producción. El resultado cultural de ello es invaluable. La división del trabajo y todo lo que ello conlleva (especialización, calidad, vocación) se ha visto también estimulada por la moneda.
Se reconoce universalmente que el dinero (moneda) sirve como medio de cambio, unidad de cuenta y depósito de valor. Algunos agregan otras importantes funciones que podría considerarse consecuencias de las indicadas y no se abundará en ello.
Quizás es menester señalar que al principio la moneda era lo que la gente convenía en aceptar por tal, de manera convencional o privada (sal, metales preciosos, semillas). Con el tiempo, el Estado secuestró la moneda, se la apropió y se convirtió en su administrador.
Vale mencionar que gracias a la moneda se pasó del trueque o permuta a estadios de comercio muy superiores y especializados.
Todos los procesos de intercambio, producción, especialización, depósito y representación pueden estropearse si el dinero se descompone, degrada o sufre alguna enfermedad.
De modo similar, el Derecho también ha contribuido grandemente al progreso de la Humanidad. Un viejo aforismo decía ubisocietas, ibiius (donde hay sociedad, hay Derecho).
Desprendidos de nuestra terrenal dimensión, liberados del mero instinto y la actuación por las mismas reglas animales, el ser humano construye la sociedad a partir de las reglas (normas de conducta) que conviene, establece o razona.
La sabiduría consiste en encontrar la mejor regla, en su medida justa y convertirla en Derecho (norma obligatoria).
Empero, al igual que con la moneda, el exceso de Derecho lleva a la inflación. El resultado es que se degrada el Derecho y el efecto social puede ser desastroso.
Así como no debería haber emisión inorgánica de la moneda, tampoco habría de existir emisión inorgánica de normas jurídicas.
En La Nación del sábado 18 de febrero de este año, el economistaLuis Mesalles
(columna “Letras de Cambio”), expresa unas ideas fundamentales en el campo de la legislación.
Luego de la pregunta ¿Para qué tantas leyes si ni siquiera se aplican bien? lanza un razonamiento impecable y dice:
Los diputados tienen la tendencia a querer, desde su curul, arreglar el mundo entero. Piensan que si pasan una ley regulando o prohibiendo algo, las personas cambiarán su forma de actuar automáticamente, apegándose a la nueva norma. No toman en cuenta que las leyes deben ser implementadas, y que los que las tienen que aplicar son seres humanos, por lo que se equivocan, tienen sentimientos y hasta pueden ser influenciados. Lo que algunos llaman ‘corruptibles’. Además, las personas a las que se les aplica la ley son también humanos, que buscan siempre cómo estar mejor, por lo que tratarán de que las leyes no les afecten negativamente su vida. En algunos casos, hasta pueden convertirse en ‘corruptores’.
Agrega:
Por eso, siempre que se discute una ley se debe tomar en cuenta la aplicabilidad de la misma. Esto incluye pensar en los recursos que se requieren para administrarla adecuadamente, y cómo podría reaccionar la gente, reguladores y regulados ante la nueva ley. En otras palabras, hay que pensar en cuál sería el efecto final al aplicarla.
Tales palabras, tomadas de una columna dedicada a las falencias de una legislación contra el fumado, pueden convertirse en la expresión básica de la teoría contra la inflación jurídica.
Señalo que el problema es exactamente el apuntado por Luis Mesalles, el querer abarcar toda la conducta humana en la limitadísima norma jurídica. Con ello, claramente, a veces se logra muy poco y al final se degrada el instrumento (igual que como pasa con la moneda).
Estimo que existe una fiebre o militancia legislativa, alimentada por una demanda periodística que exige respuesta a todo. Bajo el enfermizo estribillo de que “hay que hacer algo”, la prensa embarca a los legisladores en mil aventuras distintas. La anécdota cotidiana invade el salón legislativo y cunde la histeria colectiva. Se compite por presentar proyectos de ley, por llegar con el primer proyecto sobre la materia que sea y poco a poco se convierte el Parlamento, Congreso o Asamblea en una fábrica de leyes.
De ver tanto los árboles, no queda tiempo para ver el bosque y se descuidan algunas tareas fundamentales del Poder Legislativo. ¿Control político? ¿Examen del proyecto de presupuesto? ¿Liquidación del presupuesto y análisis del gasto público? ¿Pertinencia de las competencias públicas? ¿Estado de la sociedad y la función pública? ¿Examen del gobierno?
No da el tiempo ni la mente para tanto, pues hay una demanda diaria y acelerada de respuestas inmediatas por parte del legislador.
Poco a poco, el pueblo compra el argumento de que los legisladores tienen que aprobar leyes (olvidando la esencial
función de control político) y llegan a reclamar, azuzados por la prensa, que los parlamentarios “hablan demasiado” y trabajan poco.
También abundan quienes quieren respuestas ejemplares en la emisión de normas jurídicas, castigos espectaculares y respuestas casuísticas a escándalos pasajeros.
En tal jungla de pretensiones es imposible pensar en el sistema jurídico, en normas sistémicas que se orienten según el sentido constitucional, se organicen según la importancia de los bienes jurídicos tutelados y que ordenen las normas en lugar de contribuir al desorden imperante.
Por supuesto que tal descrédito en que se dejan colocar los diputados tiene su origen: el Poder Ejecutivo lanza sus baterías contra lo que considera legislación urgente y atiza la hoguera con la leña que cosecha de los presupuestos administrativos para publicidad. Tal es el sinsentido del juego, que algunos ciudadanos, indignados por la supuesta inacción legislativa, terminan sentenciando que los diputados deberían obedecer al gobierno (sic).
Hay que entender que algunos legisladores siguen este peligroso juego. Son oficialistas y cortesanos y se les dificulta mucho coexistir con el control político, la deliberación, la discusión y el intercambio de discursos y razonamientos. Por tal motivo, no es de extrañar que se sumen a los que demandan
“acción legislativa” ( --menos palabras y más leyes, dicen).
No faltan los irresponsables que acusan a quienes deliberan, objetan o pretenden discutir un proyecto de ley de ser cómplices de las muertes que supuestamente se dan por ausencia de norma, de los abusos que se presentan supuestamente por la falta de regulación o de ser socios de poderosos intereses sociales o económicos que supuestamente requieren la intervención pública.
También existen los miedosos y cobardes que se asustan ante tal presión, temerosos del “desgaste político” o de quedar mal con las bases o de hacer un papelón oponiéndose a la corriente.
La existencia de la Sala Constitucional ha sido, en no pocos casos, argumento a favor de la violación constitucional. Los militantes y enfermos del furor legislativo arrinconan a los defensores de la constitucionalidad y los valores y principios tutelados por la Carta fundamental con el argumento de que ese no es su papel y para eso está la Sala Constitucional. La Sala, entonces, termina pareciéndose a esos pobres porteros o arqueros de los equipos de fútbol que no retienen la bola ni tienen una defensa aplicada: recibiendo más tiros que los que pueden atajar y más goles de los que debería encajar.
Quizás en Costa Rica el tema se agrava por el cambio de nombre que se dio al
Congreso Nacional en la Constitución de 1949. Porque, posiblemente por influencia del sistema francés (o por complejo de la influencia estadounidense) se aprobó una moción para cambiar el nombre de Congreso por el de Asamblea Legislativa. Un cambio contradictorio porque precisamente esta nueva Constitución más bien reduce formalmente la posición del Poder Ejecutivo frente al Legislativo y encomienda a la Asamblea una serie de funciones constitucionales, jurídicas y políticas que la erigen como el primer Poder de la República. El grado del cambio es tal que muchos estudiosos han ideado las expresiones “semiparlamentarismo” y “semipresidencialismo” para denominar el tipo de gobierno determinado por la actual Constitución (en comparación con el “presidencialismo” antiguo). Empero, tal nueva denominación (Asamblea Legislativa) ha promovido la creencia de que la función de este órgano es legislar y no para otra cosa. A ello se suma la falta de estudio del texto constitucional, el cual no solo expresa de modo claro e inequívoco la indiscutible posibilidad de “improbar” (no aprobar o rechazar) cualquier proyecto de ley, sino que también encomienda a la Asamblea una importantísima serie de funciones que son encabezadas por el control político.
El activismo legislativo, el protagonismo y abuso del Ejecutivo (sumado a su poder real, que es mucho más que el discutido en la Constituyente, pues en abuso de la materia de entes autónomos tiene una situación que incluso ha sido denominada presidencia
imperial, lo cual también le da acceso a una pauta publicitaria muy
significativa, inexistente en el Poder Legislativo), la demanda de respuestas por parte de la prensa, la connivencia de algunos grupos legislativos y el susto de otros tiene como resultado una fiebre legislativa irrefrenable.
Tal enfermedad (¿normativitis?) impide la discusión de argumentos, obstaculiza la deliberación acerca de las iniciativas, acelera la exigencia de urgencia y cantidad de normas y desnaturaliza y deforma el Derecho.
¿La pirámide invertida de Hans Kelsen (como representación del sistema jurídico)? ¿La supremacía de la Constitución? ¿La jurisprudencia de la Sala Constitucional (cuando la hay)? ¿El respeto a la tradición jurídica nacional? ¿La eficiencia del Derecho? ¿La pertinencia de los castigos? ¿Los principios generales del Derecho? ¿Los principios básicos del Derecho Penal, como el principio de inocencia o el de legalidad criminal? ¡No hay tiempo para discurrir por tan bizantinos y rebuscados rincones! ¡Hay que legislar! ¡Hay que responder a las encuestas acerca de la inactividad legislativa! ¡Hay que poner castigos ejemplares! ¡Hay que complacer al pueblo, al gobierno (sic) y a la prensa!
Qué difícil explicar que la aprobación de un proyecto de leypuede significar una disminución de libertad, que puede implicar una demasía de regulación, que puede transgredir los límites constitucionales o que, simplemente, puede resultar en un exceso prohibido o inconveniente de poder cuando todo el mundo está pensando en la encuesta que opina que los diputados hacen poco, cuando la pauta publicitaria y sus sumisos claman por nueva legislación, cuando la prensa crucifica la supuesta inacción.
Ni qué decir de la discusión o deliberación relativas a la incorporación de adecuados mecanismos de control, de la discusión y acuerdo acerca de mayor eficacia jurídica, de la ideación dirigida a la mejor manera de regular algunos procesos que la práctica judicial ha complicado, pues no hay espacio para ello, no hay voluntad para vericuetos académicos o precisiones jurídicas. Por ello he llegado a creer que el activismo legislativo está opuesto a la inteligencia legislativa.
Dejo únicamente mencionado, sin desarrollarlo, el tema del debate legislativo. Tal debate ha sido organizado para darse en relación con la presentación de mociones. Si no hay mociones, el debate será como conclusiones o argumentos finales y sin oportunidad de enmienda o tanteo. Sin embargo, los enemigos de la deliberación y el pensamiento han logrado promover la idea de que las mociones son caprichos, obstáculos, barricadas contra las mayorías y no la legítima expresión del quehacer legislativo.
No se me olvida que en los primeros cincuenta años de vida independiente tuvimos prácticamente una Constitución por quinquenio. Ello podría implicar una especie de legalismo o confianza ciega en que la emisión de un nuevo cuerpo de normas arregla la situación. Tal vez en esta vieja actitud se hayan dado algunas de las causas del activismo legislativo que sufrimos.
El resultado del exceso de normas es igual al de la inflación monetaria. Se degrada el Derecho, se desvaloriza, se vuelve inservible.
Cuando se hincha el Derecho Penal, entonces se da unconflicto, pues la policía no alcanza para todo y los jueces penales no alcanzan para tanto juicio. El resultado es que muchos bienes jurídicos pierden la especial tutela y garantía y terminan hechos un lado ante la moda de algunos Derechos penales especiales.
O puede suceder que cuando se abusa de la regulación y castigos en la Ley de
Tránsito entonces pierde importancia el valor fundamental, cual es la posibilidad de circular por las carreteras, que se convierten en el imperio de la policía de tránsito o en la mutación de la Dirección de Tránsito en recaudador de impuestos.
En términos generales, el exceso de normas lleva a la ineficacia del Derecho. Se suponía que el Estado se había construido para servir a los individuos y garantizar sus derechos, para hacer factible la existencia de la sociedad y el Derecho, pero con la inflación se invierten los sentidos y termina la sociedad sirviendo al Estado, trabajando para él y sus empleados, sufriendo la expoliación y la regulación, viendo como toda su vida es intervenida y, ante el exceso de normas, sintiendo la reducción de sus derechos y bienes.
Igual que con la inflación monetaria, la inflación jurídica va desnaturalizando el valioso instrumento y lo pone al servicio de espurios intereses, ocurrencias y lo desvaloriza en un caos de normas asistémicas, desviadas de las expectativas de un Derecho apegado a la Constitución y garante de la vida social.
Pocas normas, bien redactadas y que apunten a lo indispensable, así debería ser el Derecho.
Un laberinto de normas distrae a los operadores jurídicos, fomenta la inseguridad y la impunidad y afecta gravemente la factibilidad de la vida social. También encarece el funcionamiento de los organismos jurídicos y públicos y mina la libertad y creatividad humanas (además de la productividad).
La maleza jurídica quita la luz y los nutrientes a las buenas normas jurídicas, permite las malas interpretaciones, la dicotomía y el choque de normas. En la desorganización que introduce la mala yerba jurídica hay afectación de los buenos cultivos normativos: el juez tendrá menos tiempo para lo básico, el operador jurídico en general tiene riesgo de desorientación y los derechos básicos se pueden olvidar.
¡Cuidado con el populismo! El principio de que vox populi, vox Dei (la voz del pueblo es la voz de Dios) solo puede aceptarse entendiendo que el pueblo es un poder y, como todos los poderes, debe ser correctamente administrado, sin demasías ni riesgos de corrupción, sin abusos ni atropellos. La demanda por normas debe ser adecuadamente interpretada y sabiamente ejecutada. Jamás hay que caer en el activismo legislativo ni azuzar al pueblo contra grupos, derechos o principios fundamentales. Siempre hay que ver el otro lado de la moneda. El pueblo siempre tiene la razón en el sentido de que sabe lo que quiere, pero no siempre lo que quiere es aceptable sino en cuanto es conjugable con los derechos fundamentales y los conceptos constitucionales, además de aceptar los importantes procedimientos republicanos, que son una garantía para todos.
Por eso la legislación tiene procedimientos y propósitos, está sujeta a graves normas y principios constitucionales. Su producción debe darse con garantías y procedimientos, pensamiento, discusión y deliberación. La buena intención, incluso y como el buen vino, debe añejarse y someterse al criterio de los que saben. Hay que entender las presiones que sufre el legislador y más bien librarlo de tales agresiones.
La inflación monetaria es mala y puede llevar a la ruina de sociedades. La inflación jurídica es quizás más grave y determinante, pues puede llevar a la destrucción social.