El yo narrativo: un viaje desde la filosofía moderna hasta las ciencias
cognoscitivas
Pedro J.-Solís*
Los procesos mentales que subyacen a nuestro sentido del sí mismo
-sentimientos, pensamientos, memorias- están diseminados a través de
diferentes zonas del cerebro. No hay un punto especial de convergencia. No hay
cabina de pilotaje del alma. No hay piloto del alma. Ellos se juntan en un
trabajo de ficción. Un ser humano es una máquina cuenta relatos. El sí mismo es
un relato. (Broks, 2003, 41)
Se presenta un
estudio de diferentes concepciones del sí mismo haciendo énfasis en aquellas
que se centran en el yo narrativo. Se parte de algunas concepciones surgidas
dentro de la filosofía moderna y contemporánea que ofrecen diferentes
descripciones fenomenológicas del sí mismo y se finaliza con un repaso de
algunos intentos de explicación del sí mismo a partir de enfoques
cognoscitivos.
Palabras clave: SÍ MISMO - YO NARRATIVO - FILOSOFÍA MODERNA -
FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA - ENFOQUES COGNOSCITIVOS.
* Licenciado en Docencia en Filosofía (UNED), estudiante
del Posgrado en Ciencias Cognoscitivas (UCR). Profesor de la UACA. También ha
impartido cursos en la ULACIT y en la UTAC. Ha publicado los siguientes
artículos: La xenofobia en Costa Rica desde una perspectiva histórica (2009) y
La naturaleza y el ejercicio del poder y la autoridad política (2009), ambos en
la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica
It is presented a study of different conceptions of the self highlighting those conceptions focused on the narrative self. We start describing some conceptions appeared in modern and contemporary philosophy that offer different phenomenological accounts of the self and finish the study reviewing some attempts of explaining the self that come from cognitive approaches.
Key words: SELF - NARRATIVE SELF - MODERN PHILOSOPHY - CONTEMPORARY PHILOSOPHY - COGNITIVE APPROACHES.
Recibido: 30 de julio de 2013 Aceptado:
24 de octubre
En este trabajo
se abarcan algunas concepciones surgidas dentro de la filosofía moderna que se
consideran representativas de la forma como se ha tratado el tema del sí mismo, hasta llegar a los aportes de
filósofos contemporáneos que abandonan la forma tradicional en que este tema se
ha abordado inclinándose por una nueva interpretación a la que se denomina yo
narrativo[1]. Desde el punto de vista filosófico, se
iniciará con Descartes y su interpretación del sí mismo como res cogitans
y se culminará con Ricoeur y su interpretación del sí mismo como entrelazado en las narrativas de los otros. En este
sentido, el sí mismo no sería visto
ya como un punto abstracto de convergencia sino como algo más concreto pero
descentrado.
Con esto se
espera ofrecer una visión sucinta de cómo se ha planteado el tema dentro de la
filosofía occidental en los últimos siglos. Sin embargo, el trabajo no se
detendrá en el aspecto descriptivo y fenomenológico sino que se analizarán
hipótesis explicativas del fenómeno del a partir de aportes de enfoques
cognoscitivos provenientes de la psicología cognoscitiva y evolucionaria, las
neurociencias y la filosofía de la mente, ya que el propósito final de este
trabajo es ensayar una hipótesis explicativa del yo narrativo a partir de estos
últimos.
Dicha hipótesis, a grandes rasgos, señala que el yo narrativo es una forma
temporal de cognición de sí mismo
encarnada y mediada por el entorno social, que opera como un mecanismo para
negociar con ese entorno.
A continuación se examinan tres autores modernos cuyas perspectivas sobre el sí mismo pueden ubicarse dentro del interés por develar su esencia en tanto sustancia o cosa en sí. Es dentro de este interés que el problema del sí mismo se circunscribe al problema de responder qué es el sí mismo. Las respuestas de los autores difieren en cuanto a la descripción y ciertas cualidades que se le atribuyen al sí mismo; sin embargo, todos ellos están lidiando con la tarea de demostrar la posibilidad de admitir o rechazar su existencia como una entidad real.
El proyecto de Descartes se desarrolla alrededor del problema del conocimiento. Su duda metódica es la estrategia que el filósofo francés pone en marcha para encontrar, después de poner en duda todas las verdades contingentes que se pueden presentar al entendimiento, un fundamento del que no se pueda dudar, el cual será el punto de partida para el establecimiento de su sistema de ideas de cuya claridad y distinción ya no se podrá dudar. Ese punto de partida es el cogito, el yo pienso. Descartes niega que el cuerpo tenga que ver con él, el yo pienso no está acompañado de un cuerpo como la forma en Aristóteles acompaña a la materia en una unión indisoluble. Respecto de este propósito escribe Descartes:
… soy una cosa verdadera y verdaderamente existente; pero ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré mi imaginación para ver si soy algo más. No soy ese conjunto de miembros llamado cuerpo humano, no soy un aire desleído y penetrante extendido por todos aquellos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de lo que yo pueda imaginarme porque he supuesto que todo esto es dudoso. Sin dejar de suponerlo he hallado que hay algo cierto, que yo soy algo. (Descartes, 1981, p. 60)
De lo único que no puedo dudar es que soy alguien que piensa, no alguien que está inserto en una trama de relaciones con los otros y con la naturaleza, sino alguien con diversos estados mentales a los cuales Descartes (1981) llama, genéricamente, pensar. Entre esos estados mentales están: dudar, concebir, afirmar, negar, querer, no querer, imaginar y sentir.
Como sujeto de esos estados mentales, el yo pienso tendría garantizada su duración temporal por la voluntad divina. Como cosa el yo pienso sería estático al permanecer el mismo en el lapso de esa duración. De esta manera, el yo pienso es considerado como una entidad si no ubicada en un espacio sí en un tiempo y cuya duración en él le otorgaría su identidad y el punto de referencia mediante el cual puedo estar seguro de que la sucesión de esos estados mentales me pertenecen siempre a mí y no a otro.
Para hablar del sí mismo dentro la filosofía de Hume se debe empezar por la distinción que éste propone entre los dos géneros de percepciones: las impresiones y las ideas. La diferencia entre ellos reside en los grados de fuerza y vivacidad con que se presentan a la mente. Por impresiones Hume (1992) entiende aquellas sensaciones, pasiones y emociones que penetran en la mente con más fuerza y vivacidad. Las ideas, por su parte, serían solo imágenes débiles de éstas.
Si hubiera una idea del sí mismo ésta debería derivarse de una impresión, y como el sí mismo se piensa como idéntico a través del tiempo, entonces su impresión debería ser la misma en todo momento. No obstante, Hume (1992) arguye que tal impresión no existe puesto que las impresiones que surgen a partir de nuestra experiencia no permanecen las mismas sino que se suceden unas a otras, esto quiere decir que una sensación, pasión o emoción tiende a perder vivacidad con el tiempo porque aquello que la produjo deja de estar presente para dar pie a otra pasión, sensación o emoción, y esto describe el curso de nuestras vidas.
En caso de proclamar la idea del sí mismo habría que suponer que de estas impresiones se deriva la idea del sí mismo como algo estable, pero no hay nada estable en el transcurso de la experiencia, así que no tiene sentido pensarlo siquiera como el recipiente de todas esas impresiones ya que de este modo las impresiones existirían todas a la vez, lo que llevaría a una contradicción. Lo que se quiere decir con esto es que no habría nada estable a lo largo del tiempo como soporte y enlace de esa multiplicidad de impresiones:
De qué manera, pues, pertenecerán al sí mismo y cómo se enlazarán con él. Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo mi propia persona, tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, pena o placer. No puedo jamás sorprenderme a mí mismo en algún momento sin percepción alguna, y jamás puedo observar más que percepciones. Cuando mis percepciones se suprimen por algún tiempo, como en el sueño profundo, no me doy cuenta de mí mismo y puede decirse verdaderamente que no existo. (Hume, 1992, p. 326)
Así puede colegirse, siguiendo al autor, que el sí mismo no es más que un haz de percepciones.
Ante la perplejidad con que Hume dejaba el problema del sí mismo, Kant se embarca en el proyecto de dar cabida al sí mismo dentro de su sistema, esto implicaba endosarlo con alguna actividad que no lo dejara a la intemperie de la crítica demoledora del escepticismo humeano.
Para el filósofo de Königsberg, el sí mismo es aquel que acompaña a todas las representaciones de un sujeto, es el yo pienso la condición de posibilidad de la representación como siendo ésta algo para el sujeto. De este modo, Kant establece que una representación no es tal sino es pensada por un sujeto. La actividad propia del sí mismo bajo esta perspectiva, es la de enlazar la multiplicidad de representaciones que se dan a la conciencia empírica en una síntesis para dar inteligibilidad a esa multiplicidad. Ese enlace tiene que ver con la identidad del yo puro ya que la conciencia empírica es en sí misma dispersa, así que la identidad del yo puro es un referente que permite destacar que todas esas representaciones son mías y a la vez organizarlas en una síntesis como “condición objetiva de todo conocimiento” (Kant, 2002, p. 179), siendo ésta la actividad propia del sujeto cognoscente.
En el caso de Hume, este creía que si bien cada percepción particular estaba ligada a un sujeto como aquel que experimentaba esa percepción, no arguyó que ese sujeto era el mismo en cada percepción experimentada, por su parte Kant fue más allá al establecer no solo que el yo puro es el mismo en la multiplicidad de representaciones, sino que es además la condición de posibilidad del enlace de esas representaciones para que estas adquieran inteligibilidad.
Como puede observarse, en estos autores modernos el problema de la naturaleza del sí mismo está aún condicionado por la pregunta por el qué. Es decir, para develar la naturaleza del sí mismo es menester preguntar qué es el sí mismo, para luego intentar dar una respuesta que satisfaga el enfoque con que se abordó el problema. El inconveniente de la pregunta por el qué referido al sí mismo es que obliga a tratar a éste como una entidad real, como una cosa cuya esencia espera ser develada. Esto también acarrea el inconveniente de si esa esencia presenta alguna actividad o no.
No obstante, no importa si a esa esencia se le atribuye una actividad o no, en cualquier caso el sí mismo debe ser algo y ese algo puede ser concebido como abstraído de toda experiencia sensible, a excepción del caso de Hume quien logra visualizar que no tiene sentido pensar un sí mismo libre de toda percepción o contenido mental, como actividad pura, sin embargo no fue más allá para ubicar al problema del sí mismo en la perspectiva del quién.
En el contexto de la filosofía contemporánea, varios autores han encuadrado el problema del sí mismo bajo una perspectiva distinta a la empleada por los filósofos modernos. Esta perspectiva parte de que el sí mismo no es una sustancia cuya esencia deba ser develada por la intelección filosófica, tampoco parte de que el sí mismo es una mera abstracción, una fantasmagoría del espíritu que debería, de una vez por todas, ser removida del imaginario filosófico, sino que ubica al sí mismo en la perspectiva de la pregunta por el quién atribuyéndole a éste unas cualidades relacionales que no permiten considerarlo como abstraído de la realidad, más bien lo presentan encarnado e inmerso en un contexto.
Arendt (1958) es una de primeras figuras de la filosofía contemporánea en ubicar la problemática del sí mismo dentro de la pregunta por el quién. Para ello la filósofa alemana destaca la diferencia que habría entre otredad y distintividad. La otredad hace referencia al mero hecho de ser parte de una multiplicidad de objetos. La otredad del individuo se especifica en tanto éste sea parte de una multiplicad y no siendo el mismo que los demás miembros de esa multiplicad. En cambio, la distintividad es una categoría que engloba el hecho de que el ser humano no es meramente algo sino que es alguien que puede comunicar quién es él o ella. Y al hacerlo revela su unicidad.
Existen dos maneras de revelar esa unicidad: la acción y el discurso. La acción es la capacidad humana para empezar algo nuevo. El discurso el poner en palabras el transcurso de quien ha llegado a ser. En otras palabras, es a través del discurso que alguien se descubre llegando a ser quien es. Sin embargo, de acuerdo con Arendt (1958), el quién por lo general permanece oculto para la persona misma, es por ello que ésta necesita de quienes la acompañan a lo largo de su vida para hacer claro quién es ella.
Y una de las condiciones para ello es que exista un espacio en común, que la autora define como “la red de relaciones humanas” (Arendt, 1958, p. 183), sin esa red el ser humano no puede llegar a ser alguien único sino solo otro dentro de una multiplicidad. Aquello que el agente hace para convertirse en alguien no es ni se puede reducir a lo que se conoce como fabricación de objetos. La acción del agente no produce nada de este tipo pero sí genera historias, las cuales nos dicen más acerca del sujeto que lo que un producto fabricado por ese sujeto nos podría decir acerca de él.
Según la filósofa alemana, este agente no es el autor o productor de esa historia porque la historia le pertenece al grupo en la cual él adquiere la distinción requerida para llegar a ser alguien, para poder responder a la pregunta quién soy yo. Así que lo que propiamente es el sí mismo, su esencia si se quiere poner de ese modo, es su historia. Es la historia de sus acciones, pero éstas no se le revelan a él sino al narrador que sabe mejor que los participantes de esa historia cómo llegaron a ser quienes son: “La acción se revela a sí misma totalmente solo al narrador, esto es, a la mirada retrospectiva del historiador, quien sin duda siempre sabe mejor lo que aconteció que los participantes” (Arendt, 1958, p. 192).
Dos aspectos relevantes que se pueden extraer del abordaje de Arendt sobre el sí mismo, es que, en primer lugar, éste no está localizado en el interior de una entidad sino que, por decirlo de alguna manera, está fuera de ésta, pues su lugar es el espacio público que se comparte con los otros. Y en segundo lugar, el sí mismo responde a la pregunta por el quién, no a la pregunta por el qué. Y la respuesta, según la autora, sólo puede darse en forma de un relato o historia de vida que no le pertenece al agente de la misma manera en que una cosa fabricada le pertenece a su dueño.
Para Taylor (2000), se debe cumplir una condición para ser sujeto de la pregunta por el quién. La condición radica en que su sujeto potencial sea capaz de ser un interlocutor entre los otros, alguien capaz de hablar por sí mismo. Por otro lado, para responder por sí mismo es necesario que uno sepa dónde se ubica y lo que uno quiere responder. Sin esta orientación básica no puede decirse que el sujeto sepa quién es él. Una vez reconocida esta orientación el sujeto será capaz de definirse a sí mismo.
La orientación del sí mismo hacia un objeto depende de que ese objeto sea no solo algo para él sino también algo para el nosotros. Y eso es posible en tanto exista un espacio en común donde el sí mismo pueda definirse como tal en relación con los otros: “Uno es un sí mismo solo entre otros sí mismos. Un sí mismo nunca puede ser descrito sin referencia a aquellos quienes le rodean” (Taylor, 2000, p.35).
Al igual que Arendt, el filósofo canadiense afirma que ese espacio en común es una condición para la constitución del sí mismo. Ese espacio es definido por Taylor como una “red de interlocución” (Taylor, 2000, p. 36), en la cual se unen las perspectivas de todos sin implicar que cada uno pierda su identidad, sino que dicha red es condición para llegar a ser alguien y tener una identidad. La identidad, en este sentido, reclama el reconocimiento.
Por otro lado, la identidad no añade nada al autoentendimiento si ésta no se concibe como aquello que uno ha llegado a ser: “Mi autoentendimiento necesariamente tiene profundidad temporal e incorpora una narrativa” (Taylor, 2000, p. 50). El sí mismo, planteado en estos términos, se aprehende en la perspectiva de una historia de vida que ha llegado a ser, que se ha desenvuelto. Pero también aquí debe incluirse el sentido de hacia dónde se va, a saber, los valores como principios que guían el horizonte de la acción. Esta es la orientación del sí mismo que solo llega a ser coherente en una narrativa.
Como se aprecia en lo que se ha expuesto, el objetivo es ubicar al sí mismo en un contexto en el que los otros, la situación y el horizonte de la acción son parte incontestable de lo que uno es. Según Taylor, un sí mismo abstraído de su contexto vital es reducirlo a un solo aspecto: la autoconciencia (Taylor, 2000, p. 49). Y ésta, en sentido estricto, es algo que nunca vamos a encontrar en el mundo. De ahí el problema que Hume nos heredó y que, aún en nuestra época, continúa siendo una perplejidad.
Ricoeur plantea que el agente se nos revela en la pregunta por el quién. Las respuestas que se den a la pregunta por el quién en una determinada situación “… hacen del algo en general un alguien” (Ricoeur, 2003, p. 41).
De acuerdo con el filósofo francés, la pregunta por el qué sugiere la impersonalidad del acontecimiento mientras que la pregunta por el quién indica el agente de la acción. Al igual que Arendt y Taylor, Ricoeur afirma que la referencia al quién de la acción envuelve “…la dimensión temporal de la existencia humana” (Ricoeur, 2003, p. 107), ya que el agente de la acción tiene una historia en la que queda de manifiesto una identidad narrativa que se compone de realidad y ficción. Así pues, toda identidad que se le atribuya a un agente comporta una historia de fragmentos en los que la realidad y la ficción se imbrican hasta no saber cuál es cuál, puesto que las historias de vida siempre estarán sujetas a la interpretación.
La identidad del sí mismo supone algo estable. Según el filósofo, eso estable es el carácter el cual “… designa el conjunto de disposiciones duraderas en las que reconocemos a una persona” (Ricoeur, 2003, p. 115). El carácter, podría decirse, se identifica con el personaje de una historia narrada al ser el medio por el cual reconocemos a ese personaje. La identidad no es algo dado sino que es algo que se construye en relación con la trama. La trama, el contenido de la historia narrada, también tiene una identidad y ésta goza de supremacía sobre la identidad del personaje, porque la identidad del personaje se debe a la identidad de la historia, a su coherencia.
En términos de historias de vida, se puede decir que la historia de vida de cada uno también pertenece a la historia de vida de los otros, esto es, las historias de cada uno se imbrican en las de los otros. Para Ricoeur:
Episodios enteros de mi vida forman parte de la historia de la vida de los otros, de mis padres, de mis amigos, de mis compañeros de trabajo y de ocio. Lo que hemos dicho antes de las prácticas, de las relaciones de aprendizaje, de cooperación y de competición que aquellas implican, confirma esta imbricación de la historia de cada uno con la historia de otros muchos. (Ricoeur, 2003, p. 163)
Con esto se recalca el carácter histórico del sí mismo y la forma narrativa en la que éste construye su identidad. También se observa cómo esa identidad solo puede definirse en relación con los otros. El espacio del sí mismo sería aquí el espacio de imbricación entre mi vida y la de los demás. Ello no entraña que el sí mismo se desvanezca en los intersticios de las relaciones sociales, sino que es en las relaciones sociales y con las relaciones sociales extendidas en el tiempo que el sí mismo se manifiesta y esa manifestación no puede abstraerse de las mismas relaciones sociales que lo constituyen.
En este viaje por la fenomenología contemporánea se ha podido redefinir la pregunta por el sí mismo, que transitó del qué al quién. Con este planteamiento se ha logrado pasar de la sustancia al agente, del agente a la acción y de la acción a la historia. El yo narrativo lo que nos enseña es que para comprender al agente de la acción se lo debe hacer por medio de una historia de vida, una narración en la que están involucrados muchos elementos, entre ellos: la situación, los otros, los planes de vida, las perspectivas y, no menos importante, el cuerpo y la experiencia sensible sin la cual esa síntesis narrativa que constituye al sí mismo no sería posible.
Como se dijo en el apartado anterior, la experiencia sensible es vital para el sí mismo. No hay una percepción del sí mismo en la que no medie esta experiencia. El individuo siempre se percibe teniendo experiencias particulares, de ahí que su sentido de sí mismo deba comprender esas experiencias las cuales involucran al cuerpo y cómo éste se orienta en el mundo entre otros cuerpos. Por involucrar el sentido de sí mismo una autopercepción surge la pregunta respecto de cuál función tendría este tipo de percepción, ya que al no estar orientada propiamente al exterior no puede esperarse que su función sea decirnos algo del ambiente. Pero tampoco puede esperarse que su función básica sea la de habilitar la autoconciencia.
El sí mismo, de acuerdo con Lazarus (citado por Scaruffi, 2006), se ha desarrollado junto con nuestra vida afectiva y tiene la característica de ser un principio organizativo que nos permite diferenciarnos de los demás y así poder evaluar de manera efectiva aquello que nos beneficia o nos perjudica. Como todo organismo viviente, el ser humano requiere un principio tal para lidiar con las presiones del ambiente. La diferencia con otros organismos radica en que, por ser animales sociales, ese principio adquiere un talante sui generis ya que nuestra supervivencia depende en gran medida del grupo y de cómo actuamos para, en y con ese grupo. La vida social requiere el desarrollo de nuestras emociones y de la capacidad para leer las emociones de los otros. Es bajo este principio que el sí mismo se inserta en la vida afectiva de los humanos orientándonos en el mundo social, nos permite el reconocimiento, distinción y valoración de situaciones beneficiosas o perjudiciales que están a su vez acompañadas por diversas respuestas emocionales durante nuestro desenvolvimiento en escenarios sociales particulares[2].
Por otro lado, Damasio (citado por Scaruffi, 2006), asegura que el sí mismo es un proceso verbal que surge de una capacidad narrativa de segundo orden. Por tanto, si se acepta el enfoque de Lazarus, el principio organizador que es el sí mismo supone necesariamente al lenguaje que permite organizar las experiencias, incluidas nuestras emociones y valoraciones, dentro de una narración en la cual somos participantes conscientes, es decir, que gracias al lenguaje somos capaces de intervenir en esa historia y reconstruirla. El poder salirnos de la historia para reconstruirla estaría posibilitado, según Damasio, en razón de que en el cerebro humano hay zonas de convergencia jerarquizadas. Esto implica que es capaz de organizar nuestra experiencia y de poder referirse a esa experiencia en un proceso reflexivo y es de ésta manera como se manifiesta el sí mismo: como un proceso reflexivo de la experiencia vivida[3].
Pero, ¿para qué sirve esta capacidad de salirnos de la historia y reinventarla a través de una narrativa? Según Bruner (citado por Scaruffi, 2006), somos una “historia rescrita perpetuamente” porque recordamos aquello que es útil para vivir, esto es, que quienes creemos haber sido, elemento básico de nuestra identidad, es el producto de lo que queremos que hubiera sido, lo que minimizaría la discrepancia entre lo que hemos sido y lo que quisimos haber sido y de este modo reducimos la ansiedad que nos produce las exigencias del entorno social a mantener una imagen estable de nosotros mismos a lo largo del tiempo.
Son esas mismas exigencias las que, por otro lado, nos hacen desdoblarnos en una multiplicidad de sí mismos, ya que el entorno social proyecta en nosotros expectativas de lo que deberíamos ser en cada situación social particular. Y de acuerdo con Bruner, la única forma de ligar esa multiplicidad de sí mismos es poniendo sus trayectorias dentro de una historia y a uno mismo como siendo el fabricante de esa historia en la que los roles sociales que hemos asumido serían los personajes de la trama y la forma en que los hemos asumido los eventos que la constituyen[4].
La cuestión de si hay o no alguien o varios alguien detrás de la historia viene otra vez a poner el tema del sujeto en la palestra. ¿Hay en realidad alguien detrás de la historia que mueve sus hilos o es la historia la que crea ese alguien? Recordemos que Arendt sostenía que el agente en la historia no es el autor ni el creador de la historia, pero eso no implicaba que ese agente fuera una creación ficticia del narrador sino simplemente establecía que era el narrador a quien se le develaban con más claridad las acciones del agente.
Por su parte, Humphrey se cuestiona si en realidad hay un sí mismo detrás de la multiplicidad de experiencias de quien o quienes las experimentan. Es patente que el alguien que escribe estas palabras es distinto al alguien que las lee después de haber sido escritas, como es distinto el alguien que aún no las ha escrito de aquel que las va a olvidar en algún momento. Aunque estamos acostumbrados a atribuir todas esas experiencias a un único sí mismo, lo cierto es que le pertenecen a varios sí mismos como “centros de subjetividad separados” (Humphrey, 2009, p. 98).
Pero qué hay de la referencia que se emplea en el lenguaje ordinario cuando se habla de la persona como un todo. ¿Es válido referirse a este todo como el sí mismo que engloba a los demás sub sí mismos, como el director que guía a los músicos de una orquesta? Según Humphrey, el director propiamente hablando no es una entidad. Aquello que liga a esa multiplicidad de sí mismos en una cierta relación de pertenencia mutua es el proyecto común que los mantiene juntos, pero una vez que ese proyecto desaparezca no se puede hablar de un sí mismo que se identifique con la persona como un todo. El proyecto de vida de una persona es, en consecuencia, lo que nos permite hablar de la persona como un todo. Es, recordando a Taylor, la orientación de la persona, sus valores como principios guía de la acción lo que le otorga coherencia a la historia de vida de esa persona y unidad a la multiplicidad de roles en los que se ve involucrado su sí mismo. Y esto, no se debe olvidar, ha de tener una función ulterior que es la de permitirle al individuo lidiar de manera efectiva con su entorno, en palabras del psicólogo evolutivo:
Yo sin duda podría estar hecho de muchos sub sí mismos separados, pero estos sí mismos han venido a pertenecer al Sí mismo que soy porque ellos están involucrados en una y la misma empresa: la empresa de guiarme -cuerpo y alma- a través del mundo físico y social. (Humphrey, 2009, p. 101)
Desde el punto de vista del desarrollo, el sí mismo no es innato porque no se puede decir, por ejemplo, que un bebé tenga un proyecto de vida. Aunque ese bebé sea capaz de diferenciarse de los demás y asumir una variedad de roles con los otros que le reportarán cierta utilidad en situaciones particulares, lo cierto es que hasta que no construya de manera consciente un proyecto de vida para sí, esa multiplicidad de sí mismos que es él no constituyen un ser humano autoconstituido. En otras palabras, él no ha llegado a ser aún el director de la orquesta que es su vida. (Humphrey, 2009)
Volviendo al tema de si hay alguien moviendo los hilos de la historia que aparentemente somos, Dennett ubica el problema bajo la interrogante de si nuestros sí mismos ficticios al fin y al cabo deben su existencia a un sí mismo real que sería su creador, el creador de la trama en la que representamos diferentes papeles. Para responder esta interrogante Dennett echa mano de una analogía extraída del ámbito de la inteligencia artificial. Él nos invita a imaginar un robot que compone historias con personajes ficticios. Este robot además tiene la particularidad de que cuenta con ciertos dispositivos similares a nuestros sentidos, que le permiten orientarse por los objetos del mundo exterior. Ahora bien, dada esta particularidad resulta que las historias que este robot compone y los personajes que las representan empiezan a tener un parecido con la descripción de las trayectorias del robot en su mundo, ¿esto implica que el robot tiene un sí mismo como creador de los personajes ficticios de sus historias o relatos?
La respuesta de este reputado filósofo de la mente es no, ya que el robot en realidad no sabe nada de su entorno ni de las historias y los personajes que crea. Lo mismo pasaría con nosotros. La computadora del robot puede ser analogada con nuestro cerebro que tampoco lo sabe. Es la mente la que interpreta los patrones de comportamiento en los que nos vemos envueltos y que el cerebro controla de alguna u otra manera. Pero eso no significa que éste sepa lo que está pasando y tenga la intención de referirse a sus propias experiencias. Un rasgo de esa interpretación es que puede ser continuamente modificada modificando a su vez lo que somos, esto es, nuestro sentido del sí mismo.
Tomando como punto de partida a Gazzaniga y sus estudios sobre personas con cerebro escindido, Dennett asegura que los componentes de la mente no son igualmente accesibles entre sí, esto es, no tienen perfectas vías de intercomunicación así que lo que un componente procesa de una determinada manera es interpretado por otro a partir de sus mecanismos y estrategias particulares de procesar la información. Esto nos da una idea de por qué no se puede aseverar que la identidad de la historia que contamos acerca de nuestras vidas sea el producto de un sí mismo unitario, más bien habría que afirmar que cada historia que contamos acerca de nosotros mismos es contada por un sí mismo diferente, de lo cual se desprende que somos muchos sí mismos contando diferentes historias de lo que somos y la razón de cuál historia llegará a ser la principal en un momento dado se debe a la manera en que procesamos la información, siendo la accesibilidad un factor clave en la determinación de cuál historia, dentro de las muchas que compiten en nuestra mente, tendrá primacía sobre las otras y se manifieste a la consciencia.
A pesar que la comunicación entre los componentes de la mente no es perfecta, Dennett sugiere que aun así esta comunicación tiene una gran ventaja adaptativa, por ejemplo, la subvocalización nos permite entrar en un diálogo con nosotros mismos lo que puede ser explicado por nuestra necesidad de encontrar respuestas para las interrogantes sobre nuestra posición y orientación en el mundo. El poder verbalizar nuestro pensamiento y estar al tanto de nuestros estados mentales debió hacer posible la autoregulación consciente que nos dotó de un sentido de unidad, primero comportamental y luego existencial.
El primer sentido de unidad puede ser analogado con lo que Gallagher ha dado en llamar yo mínimo. Éste “…involucra los sentidos de unidad y agencia en el contexto tanto de la acción motora como de la cognición” (Gallagher, 2000, p. 15). Como se muestra, el yo mínimo no tiene profundidad temporal solo comprende la experiencia subjetiva inmediata que depende de procesos cerebrales y de un cuerpo inserto en el ambiente. La experiencia de uno mismo en un ambiente determinado, que constituye el primer sentido del sí mismo, puede estar presente desde la infancia y sus funciones serían las de: 1) permitir la distinción entre yo y no-yo; 2) localizar y utilizar partes del cuerpo con sentido sin mediación de la visión; y 3) reconocer que el rostro que se está viendo es de la misma clase que el propio. (Gallagher, 2000)
Por otro lado, el segundo sentido de unidad puede ser analogado con lo que este mismo autor reconoce en llamar yo extendido. En contraste con el yo mínimo, el yo extendido cuenta con profundidad temporal y puede ser identificado sin ambigüedad con lo que en este estudio hemos dado en llamar yo narrativo, esto es así porque el yo extendido comprende “Un sí mismo (o autoimagen) más o menos coherente que está constituido de un pasado y un futuro en las varias historias que nosotros y los otros contamos acerca de nosotros mismos” (Gallagher, 2000, p. 15).
De acuerdo con Gallagher, esta última versión del sí mismo es adoptada por Dennett quien asegura que éste es un centro abstracto de gravidez narrativa. Esto quiere decir, que como centro de gravidez el sí mismo no es algo concreto y su existencia se debe a la teoría y no a los hechos. En otras palabras, el sí mismo es una entidad teórica, literalmente ficticia, que me permite identificar al sí mismo que soy como un punto abstracto que se mueve en las varias historias que los demás y yo contamos acerca de mí mismo. El sí mismo sería, bajo estos términos, un centro no concreto de convergencia contingente donde estas historias se intersecan.
En contraste con este modelo, Gallagher propone un segundo modelo que considera más apropiado para abordar al sí mismo, el cual es representado por Ricoeur y de quien ya se dio referencias en un apartado anterior. Según Gallagher, el modelo de Ricoeur presenta la ventaja de que, a diferencia del modelo de Dennett, el sí mismo no es centrado ya que se halla descentrado en las narrativas de los otros. Para Ricoeur el sí mismo no es un centro abstracto sino que es algo concreto, encarnado y, por ello, es tan real como las entidades que estudia la física, pero no comparte con ellas sus mismas características. En concordancia con los modelos neurocognitivos actuales, el modelo del sí mismo de Ricoeur aparece, en mayor medida que el modelo de Dennett, bajo la guisa del procesamiento distribuido y múltiple y consistente con lo que “Michael Gazzaniga describe como [el producto] mezclado de realidad y ficción por el interpretante del hemisferio izquierdo” (Gallagher, 2000, p. 20).
Recordemos que, de acuerdo con Gazzaniga, una importante función del hemisferio izquierdo es generar narrativas a través de lo que él llamó “el interpretante” que trata de dar sentido a los eventos en los que se ve involucrado el individuo[5]. Por tal motivo, no debería considerarse al sí mismo como meramente ficcional como lo hace Dennett (Gallagher, 2000, p. 19-20), puesto que la historia que se autoatribuye responde a eventos reales y, sin embargo, sujetos a la interpretación, como también lo sugiere Ricoeur, lo que introduce un elemento ficcional posiblemente para minimizar las discrepancias que ponen en juego el sentido de nuestra identidad personal.
Desde un punto de vista neuropsicológico, la idea de un sí mismo como centro de convergencia y de atribución de intenciones no parece tener respaldo. No hay un lugar especial en el cerebro que nos permita afirmar que allí se procesan todos los estados que se atribuyen al sí mismo. En realidad el cerebro, tal como lo expresa Broks, se compone de diferentes zonas que funcionan de manera discontinua. Incluso hablar de un sí mismo escindido sería una ficción porque no existe, por principio, la persona como un todo. Esta simplemente es el resultado de un trabajo de ficción, lo que no implica que nuestras vidas sean ficción pues estamos inmersos en un universo donde podemos observar que nuestros pensamientos, actitudes, emociones, decisiones y acciones tienen alguna resonancia.
Sin embargo, la historia de nuestra vida no es una creación de un sí mismo propiamente hablando. En opinión de Broks, cuando contamos nuestra historia de vida no somos nosotros quienes la estamos contando es la historia la que nos está contando a nosotros. La pregunta que surge es, entonces, por qué seguimos atribuyendo estados mentales a un sí mismo. Ante lo cual Broks responde de la siguiente manera:
Nosotros vivimos en un mundo tanto físico como social, y la negociación de nuestro complejo ambiente social requiere la atribución de estados mentales (sentimientos, creencias, deseos, intenciones) a los otros y a nosotros mismos. (Broks, 2003, p. 61)
De la cita anterior se infiere que nuestro sí mismo funciona como un mecanismo para negociar con el entorno social. El sí mismo, según Broks, sería una condición necesaria para las interacciones sociales cotidianas. El vernos como una entidad mental integrada dotada de sentimientos, creencias, deseos e intenciones nos permite entrar en el juego social donde los contratos y las atribuciones de responsabilidad sostienen esa red de relaciones que llamamos sociedad.
Antes de pasar a la conclusión vamos a extraer las características más relevantes que consideramos se ajustan mejor a la concepción del sí mismo que favorecemos en este trabajo: 1) El sí mismo no ha de considerarse como una entidad, sino como una historia de vida en proceso. 2) El sí mismo no está centrado en un lugar en el cerebro ni es el producto de la narración de una sola persona, sino que se encuentra descentrado en el cerebro y es el producto de las narraciones de muchas personas. 3) El sí mismo no responde a la pregunta por el qué, sino a la pregunta por el quién. 4) El sí mismo no es estático o permanece el mismo a lo largo del tiempo, más bien incorpora la dimensión temporal en una narrativa donde se desarrollan diversos roles en diferentes momentos. 5) El sí mismo no es abstracto ni está aislado, sino que se concretiza en su relación con el cuerpo, el ambiente y los otros. El sí mismo no es totalmente real ni totalmente ficticio, sino que está mezclado de realidad y ficción y, por ello, está sujeto a la interpretación.
En este viaje desde la filosofía moderna hasta los enfoques cognoscitivos se ha abarcado distintas y, en algunos casos, opuestas concepciones del sí mismo. Se podría aseverar que todas comparten la inquietud de poder determinar si eso a lo que denominamos sí mismo es real o irreal. Partimos de descripciones fenomenológicas del sí mismo hasta hipótesis explicativas del sí mismo como fenómeno, de concepciones que lo consideran como una entidad real sin más hasta aquellas que afirman que el sí mismo no pasa de ser una idea sin referente producto de una imaginación falsificada.
El propósito general de este trabajo era conjugar ¿hibridar? los aportes de la filosofía y de la ciencia para obtener una visión integrada del sí mismo. En este sentido, el supuesto que orientó la investigación fue que para apreciar el fenómeno en toda su extensión no se podía obviar el aspecto descriptivo y fenomenológico que aporta la filosofía como tampoco se puede negar el intento, desde las ciencias, de ensayar una hipótesis explicativa del sí mismo.
El centro de atención fue el yo narrativo porque es la versión que más calza con la idea de que el ser humano es una criatura situada y que concebirla abstraída de esta situación es un error que ni la filosofía ni la ciencia pueden darse el lujo de volver a cometer. El yo narrativo es más que la historia de una vida transida de acontecimientos, es el producto de la relación con mi cuerpo, con el entorno y con los otros, es por eso que el tema del yo narrativo no es nada trivial ya que nos permite construir una representación adecuada de nosotros mismos en contexto.
Como tal, el yo narrativo es una cognición o representación de sí mismo encarnada y mediada por el entorno social cuyo objeto sería lidiar con ese mismo entorno. Su forma narrativa además de incorporar la dimensión temporal de la existencia humana, permite que el individuo se descubra como alguien que siempre está llegando a ser y ese llegar a ser no solamente incluye lo que se ha sido sino también lo que se quiere ser. El yo narrativo da cuenta de ese proceso mediante el cual nos percibimos como llegando a ser quienes somos.
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[1] Es sabido que en la actualidad se suele distinguir entre yo y sí mismo. El uso del primero estaría limitado a su función como pronombre de la primera persona singular. Ello lo podemos ilustrar cuando alguien narra que él (o ella) estuvo, está o estará involucrado o no en un particular acontecimiento. El uso del segundo remite a la manera en que me defino como alguien poseyendo una identidad y siendo consciente de esa identidad. Sin embargo en el lenguaje ordinario, en español, no hay una real distinción entre ambos, cada uno se usa como un substituto legítimo del otro. Cosa que no pasa en el idioma inglés donde self y I ocupan lugares diferenciados en el lenguaje ordinario, lo que hace difícil confundirlos. Pero en nuestro idioma no pasa lo mismo. Veamos un ejemplo, en inglés puedo decir I did it my self refiriéndome a que yo hice tal y tal cosa por mis propios medios. Aquí el uso diferenciado de I y self resulta natural. Pero si traducimos esto al español podríamos hacerlo con la frase: Lo hice yo mismo. Y se conservaría el mismo sentido que la frase en inglés. No sería necesario, por tanto, decir: Yo lo hice por mí mismo. Aunque parezca la traducción más adecuada. No se pretende pues en este trabajo normar el lenguaje ordinario introduciendo distinciones que luego no podrán articularse naturalmente en la cotidianidad del lenguaje. Únicamente diremos que el uso de la expresión yo narrativo como similar a la inglesa narrative self es justificado en la medida en que no hay una distancia real entre el sí mismo y quien habla de yo en la elaboración de una narración sobre sí mismo. (Ricoeur, 1997)
[2] Smith y Kosslyn destacan el papel desempeñado por Lazarus en el debate contemporáneo sobre la relación entre cognición y emociones, pues encabeza la postura que asume que las emociones son precedidas por valoraciones cognitivas y no viceversa. Así, según Lazarus, nuestras respuestas emocionales dependerían de la manera en que interpretamos y evaluamos los acontecimientos. (Smith y Kosslyn, 2008)
[3] Según Damasio puede hablarse de diferentes sí mismos. Por un lado, tenemos un proto sí mismo cuya función es mapear a cada instante el estado del organismo, el cual tiene como fuente varios núcleos del tallo cerebral. Por otro lado, tenemos al sí mismo autobiográfico cuya función es dotar al sujeto de un sentido de identidad, el cual recluta algunos cortices prefrontales al requerir una memoria de trabajo para funciones espaciales, temporales y de lenguaje de alto nivel. Como procesos ambos sí mismos se complementan para crear un sentido de subjetividad cuyo valor sería la auto regulación consciente del organismo.
(Parvizi y Damasio, 2001)
[4] Apunta Bruner que las narrativas del yo no son en sí mismas razonamientos lógicos ni están compuestas de enunciados verificables. Dichas narrativas solo pueden aspirar a ser evaluadas como constructos verosímiles en donde interesa presentar al sí mismo como actuando de manera más o menos intencional dentro de su mundo social. (Bruner, 1991)
[5] Gazzaniga arguye que la experiencia consciente debe parecerle al individuo unitaria y coherente aun si algunos procesos normalmente disponibles para un estado de consciencia estén dañados. La evidencia sugiere que la construcción de una existencia individual coherente involucra la interpretación del ambiente y de las acciones del sujeto a cargo de regiones del hemisferio izquierdo, que también estarían involucradas en el lenguaje y la inferencia lógica. (Rozer y Gazzaniga, 2007)